Jeanette Winterson
¿Por qué ser feliz cuando puedes ser normal?
Lumen. Barcelona, 2012
Tenemos una idea errónea de lo que son los cuentos de hadas. Los confundimos con su versión rosa, edulcorada, apta para todos los públicos. Pero los cuentos de hadas verdaderos, los cuentos tradicionales, están llenos de crueldad, no son consoladoras y maquilladas fantasías. Ayudan a vivir porque nos hablan del verdadero rostro de la vida, de los monstruos que la habitan, de su misterio, de su luz cegadora. Nos hablan de las pruebas que hay que superar para llegar a ser adulto, y de cómo en el fondo no se superan nunca.
“Los finales felices son solo una pausa”, escribe Jeanette Winterson. El negro cuento de hadas de su infancia tuvo un final feliz. Fue una niña no querida por sus padres adoptivos, especialmente por la madre, una fanática religiosa; consiguió, sin embargo, ingresar en la universidad de Oxford, en una época en que pocas mujeres lo hacían, y conoció el éxito, a los veintipocos años, con su primera novela, Fruta prohibida.
La primera parte de ¿Por qué ser feliz cuando puedes ser normal? nos cuenta esa historia de maltrato y superación. Jeanette Winterson no se engaña respecto de sí misma: “Hay gente que se considera incapaz de cometer un asesinato; yo no soy de ellos”. Su madre, siempre que se enfadaba, le decía: “El demonio nos llevó a la cuna equivocada”. Nunca dejó de recordarle que había cometido un error al adoptarla.
En la casa de Jeanette estaban prohibidos los libros, salvo la Biblia , pero los libros fueron su salvación y la biblioteca pública de Accrigton, cerca de Manchester, su primera sucursal del paraíso. Entre el recuento de crueldades y absurdos que fueron sus primeros años, abundan las referencias consoladoras al poder de la literatura: “Una vida dura necesita un lenguaje duro, y eso es la poesía. Eso es lo que nos ofrece la literatura: un idioma suficientemente poderoso para poder contar cómo son las cosas. No es un lugar donde esconderse. Es un lugar donde encontrar”.
A los dieciséis años la expulsaron de casa. Había cometido el peor de los pecados que, a juicio de su madre, se pueden cometer: tener relaciones sexuales, y con otra mujer. Pero fue capaz de superar todas las pruebas. Llegar a la universidad. Ser famosa. Venía de un medio proletario y no estaba conforme con el papel que, incluso en la izquierda, se concedía a la mujer. Por eso, nos dice, a finales de los años setenta votó a Margaret Thatcher: “Me parecía que Thatcher ofrecía mejores respuestas que los varones de clase media que representaban al partido laborista y que esos trabajadores que hacían campaña por un salario ‘familiar’ y querían que sus mujeres se quedaran en casa”. No tardaría en arrepentirse, pero a los veinte años la veía como uno de sus modelos: “Era una mujer y eso me hacía sentir que yo también podía triunfar. Si la hija de un tendero podía llegar a primera ministra, entonces una chica como yo podía escribir un libro que acabara en las estanterías de literatura inglesa”.
Jeanette Winterson nos cuenta la extraordinaria historia de su infancia, adolescencia y juventud en la primera parte del libro. No se olvida del contexto en que esa vida transcurre y nos ofrece una lúcida evocación del proletariado inglés, que ya no era el de la época de Marx y Engels, pero que en muchos aspectos no estaba muy lejos.
Una historia de superación, un impactante cuento de hadas con final feliz, pero sin perdón y sin reconciliación. La publicación de Fruta prohibida no la acercó a su madre adoptiva, sino que la alejó de ella para siempre.
Pero todo final feliz es una pausa. Años de éxitos, de premios, de popularidad. Se suceden las novelas, los amores. Las mujeres van dejando de ser una excepción en cualquier ámbito de poder y cultura.
Y de pronto, cuando menos lo esperaba, todo lo que creía haber superado regresa: “Había una persona dentro de mí –una parte de mí o como queráis llamarlo— tan dañada que estaba dispuesta a verme muerta para encontrar la paz”. Los cuentos de hadas saben de esa situación: “Hay muchos cuentos de hadas –los conocéis— en los que el protagonista, en una situación desesperada, hace un trato con una siniestra criatura y obtiene lo que se necesita para seguir con el viaje. Más adelante, una vez conseguida la princesa, derrotado el dragón, guardado el tesoro y engalanado el castillo, aparece la siniestra criatura y se lleva al recién nacido o lo convierte en un gato o –como la decimotercera hada a la que nadie invitó a la fiesta— trae un regalo ponzoñoso que mata la felicidad”.
Esta segunda parte del libro tiene más que ver con el diario que con las memorias. “Escribo en tiempo real” nos dice la autora. Depresiones, intentos de suicidio: “En febrero de 2008 intenté acabar con mi vida. Mi gato estaba en el garaje conmigo. No lo sabía cuando cerré las puertas y encendí el motor. El gato me arañaba la cara, me arañaba la cara, me arañaba la cara”.
Pero cuando todo falla, algo sigue estando ahí: “En los días malos, simplemente me aferraba a una cuerda cada vez más fina. Esa cuerda era la poesía. Toda la poesía que aprendí cuando tenía que guardar una biblioteca en mi interior ahora me ofrecía una tabla de salvación”.
La escritora de éxito no es más que una niña que necesita encontrar a la madre que la abandonó cuando ella tenía seis meses. Y la encuentra, después de detectivescas pesquisas y absurdas peripecias burocráticas. Otro final feliz.
Pero todo final feliz es una pausa. “No tengo ni idea de lo que va a pasar a partir de ahora”, leemos en el final de esta autobiografía, escrita con rabia y con inteligencia, con una lucidez a ratos casi insoportable, que habla de heridas que nunca cicatrizan y de lo imposible que resulta consolar a un niño que sigue llorando, tantos años después, en el interior del adulto en que se ha convertido.
Decidió vengarse con la mejor de sus sonrisas. “Ha funcionado”, pensaba, “ahora nos dejan darnos una ducha”.
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