Impronta. Gijón,
2013
Se ha dicho que la novela es un saco donde cabe todo; lo
mismo se podría decir, y con tanta o más razón, del diario, un género de moda
en la literatura española, que cuenta con sus apasionados partidarios y con sus
no menos decididos detractores.
Como los
libros de poesía o de aforismos, los diarios son de lectura discontinua, al
contrario que las novelas. Una novela se empieza a leer por el principio; un
libro de poesía o de aforismos o un diario, por cualquier parte. La novela se
termina de leer cuando se llega al final; los otros libros tienen su principio
y su final en cualquier página. Quizá por eso se dirigen a distintos tipos de
lectores y raros son los que disfrutan con igual pasión de ambos géneros.
Si
cualquier obra literaria contiene un autorretrato del autor, en los diarios eso
se hace más evidente. Los del poeta Hilario Barrero están llenos de gente, a menudo con nombre y apellidos, de libros, de
viajes, de música, del vivir de cada día y de las rememoraciones de otros días
idos para siempre.
La
cotidianidad de Hilario Barrero transcurre en Nueva York, donde reside desde
hace más de treinta años, y buena parte del atractivo de sus entregas
diarísticas –como el de las mejores películas de Woody Allen– se debe al cosmopolita, cambiante, inagotable
escenario. La memoria nos lleva a una ciudad muy distinta, Toledo, donde nació,
donde transcurrió su infancia y su juventud.
Pero hay también
otros reiterados lugares, como Gijón o Tuy, para el presente, o la Barcelona de las
primeras rebeldías, en los años finales del franquismo.
Los apuntes
costumbristas de Hilario Barrero destacan por la precisión y la agudeza de su
mirada. De sus diarios se puede entresacar una guía del Nueva York de hoy y
otra del Toledo de ayer.
Se puede
entresacar una guía y también muchas otras cosas, como una antología poética. Sus
diarios están llenos de breves poemas de lengua inglesa, por lo general de
autores poco conocidos del lector español, que se traducen con verdad y
belleza.
Sin por
ello desmerecer a ninguno de los cinco tomos anteriores (el primero, Las estaciones del día, se publicó hace
ahora diez años), podemos decir que Nueva
York a diario es el más variado, el más intenso, el más conseguido.
Aquí está
todo lo que el lector de los diarios de Hilario Barrero espera encontrar –los
viajes en metro, ese inagotable observatorio de la variedad humanana, los
generosos retratos de amigos, la vida en el aula, las impresionistas anotaciones de ambiente– y
muchas cosas más, como la crónica de un viaje a Italia siguiendo las huellas de
otro juvenil viaje iniciático, o las melancolías de quien sabe que la manriqueña
estación final de senectud está cada vez más cerca.
Cita
Hilario Barrero una frase de Dorothy Parker que se puede aplicar a muchos
diaristas, pero no a él: “Lo primero que hago cada mañana es lavarme los
dientes y afilarme la lengua”. Él prefiere el elogio cordial a la ingeniosa
maldad, algo que siempre agradecen los amigos, pero no siempre los lectores.
Algún
lector de lengua afilada podría encontrar dónde morder en este diario. La
entrada del 6 de abril de 2011 comienza preguntándose “¿El fin de una época?” y
continúa con una rememoración de las muchas horas de información y placer que
le proporcionó The New York Times:
“Era un gozo y me ha dejado unas imágenes vividas, unos olores intensos y una
luz especial cuando lo leía los fines de semana en las mañanas frías de
invierno junto a la ventana, viendo nevar, o en las luminosas mañanas de verano
sentado en la terraza con Manhattan al fondo”. Pero a pesar de su lírico canto
“al olor y al calor de la tinta” resulta que, en cuanto comenzó a publicarse en
Internet, dejó de comprarlo, “como hicieron muchos lectores”. Y tanto se
acostumbró a la gratuidad que, al anunciar que se cobrará por tener acceso
online al periódico, entona una elegía: “Ahora comienza otra época. Y con ella
terminan treinta años de fidelidad y lealtad. También termina una época de mi vida”.
¡Y todo por ahorrarse unos pocos dólares! Qué mal acostumbra la gratuidad de
Internet incluso a personas tan inteligentes como Hilario Barrero.
Pero no
abundan los motivos de discrepancia en el bazar bien surtido de unas páginas en
las que raro será el lector que no encuentre lo que busca y alguna sorpresa que
no esperaba. Incluso hay en ellas lugar para los detractores de los diarios,
como el amigo del autor que le envía el párrafo inicial del prefacio de Emilia
Pardo Bazán a Un viaje de novios: “En
septiembre del pasado año 1880, me ordenó la ciencia médica beber las aguas de
Vichy en sus mismos manantiales, y habiendo de atravesar, para tal objeto, toda
España y toda Francia, pensé escribir en un cuaderno los sucesos de mi viaje,
con ánimo de publicarlo después. Mas acudió al punto a mi mente el mucho tedio
y enfado que suelen causarme las híbridas obrillas viatorias, las Impresiones y Diarios donde el autor nos refiere sus éxtasis ante alguna catedral
o punto de vista, y a renglón seguido cuenta si acá dio una peseta de propina
al mozo, y si acullá cenó ensalada, con otros datos no menos dignos de pasar a
la historia y grabarse en mármoles y bronces. Movida de esta consideración,
resolvíme a novelar en vez de referir, haciendo que los países por mí
recorridos fueran escenario del drama”.
Hilario
Barrero prefiere referir, dar cuenta
de lo que ve, de lo que lee, de las gentes con las que se cruza, de los lugares
por los que pasa, en lugar de novelar
(aunque a veces utilice procedimientos propios de la ficción, como cuando pone
alguna de las entradas en boca de un perro).Y los amantes del fragmento, de las
lecturas discontinuas, de la inagotable novedad del mundo de todos los días, se
lo agradecemos.
Si están bien escritas es un placer cotillear en las vidas ajenas. Me cuento entre los admiradores de este género (a ver si me pillo el nuevo libro de Trapiello, por ejemplo).
ResponderEliminar(Pues yo voy a pillar uno de Barrero, por ejemplo).
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