Memoria por correspondencia
Emma Reyes
Prólogo de Leila Guerriero
Libros del Asteroide. Barcelona, 2015.
La novela de la vida
de Emma Reyes (1919-2003) daría para muchos volúmenes. Ella solo escribió uno y
para ello tuvo que fingir que no lo hacía, que solo escribía cartas a un amigo,
Germán Arciniegas. Ese delgado volumen, Memoria
por correspondencia, se publicó por primera vez en una editorial colombiana
el año 2012 y tuvo, con razón, un éxito inmediato: es una obra maestra.
Cuando llegó a París en los años
cuarenta, Emma Reyes no solo ignoraba el francés, sino que apenas había
aprendido a leer y escribir. Tenía, sin embargo, un don innato para el dibujo y
una ancestral sabiduría que no pasaba desapercibida para nadie. Vivó en Roma y
en Jerusalén, asistió a las tertulias de Sartre, fue gran amiga de Alberto
Moravia, protectora de buena parte de los pintores y escultores latinos que
pasaron por París. Siempre se quejó de que recibía invitaciones de todas
partes, salvo de su país, Colombia. No tenía ninguna cultura académica, pero,
al contrario que Borges, sabía qué invitaciones debía aceptar y cuáles no. En
1983 fue invitada a una gran exposición que se celebraba en Santiago de Chile.
Ella cogió un gran papel en blanco y escribió: "Regularmente yo pinto
flores, pero donde no hay libertad no hay flores", firmó y lo envío para
que fuera expuesto. No lo fue, naturalmente. Casada con un médico de la Armada
francesa, pasó sus últimos años en una finca de los alrededores de Burdeos,
bajo la sombra protectora de Montaigne.
Emma Reyes era una gran narradora
oral, contaba con gracia los episodios de su vida, llena de azares y encuentros
inesperados. Pero nunca hablaba ni de su familia ni de su infancia. Se decidió
a hacerlo cuando cumplió los cincuenta años, cuando podía contar todas aquellas
desdichas como si le hubieran ocurrido a otra persona. Y lo hizo de la mejor
manera posible, hablando por escrito con un amigo, sin preocuparse de las
faltas de ortografía, que tanto la avergonzaban. Se tomó su tiempo: la primera
carta es de 1969, la última de 1997. Pero parecen escritas de un tirón y de un
conmovido tirón, aunque a veces nos dejen sin aliento, las leemos nosotros.
La historia que nos cuenta Emma
Reyes tiene dos partes y no sabemos cuál de las dos resulta más terrible: si la
que vivió en la calle o la que pasó encerrada en un convento.
El sabor de una magdalena mojada en
té le trajo a Proust toda la memoria perdida de su infancia. Muy otro fue el
acontecimiento que sirve de partida para estas evocaciones. Así comienza la
primera carta: "Hoy a las doce del día partió del Elysée el general De
Gaulle, llevando como único equipaje once millones novecientos cuarenta y tres
mil doscientos treinta y tres noes lanzados
por los once millones novecientos cuarenta y tres mil doscientos treinta y tres
franceses que lo han repudiado". La renuncia del general le trae a la
memoria su primer juguete, casi su único juguete, un muñeco de barro al que
llamaban General Rebollo.
Emma Reyes carecía de cultura literaria,
más de una vez declaró que apenas había leído ningún libro, pero tenía una gran
cultura, adquirida en su trato con gentes de toda clase y condición. Su libro
podía tener solo un valor documental, ser una denuncia contra el maltrato de la
infancia y el siniestro papel que la moral católica ha tenido en él,
especialmente cuando se trataba de niños que era "hijos del
pecado". Pero es algo más,
bastante más. Copio el final de una de las cartas: "Sentimos un ruido
terrible, un ruido que no se parecía a nada, la gente empezó a correr en todas
direcciones, la mayor parte se refugió en la iglesia, otros entraban a las
casas, los chicos se subían a los árboles, el ruido se aproximaba cada vez más.
De pronto vimos aparecer por detrás de la iglesia un monstruo negro terrible
que avanzaba hacia el centro de la plaza. Los ojos enormes y abiertos eran de
color amarillento y tenían tanta luz que iluminaban la mitad de la plaza. La
gente se tiró al suelo de rodillas y empezó a rezar y a echar bendiciones; una
mujer que tenía dos niños chiquitos los tiró al suelo y se acostó sobre ellos
cubriéndolos como hacen las gallinas con los huevos. Unos hombres avanzaron
hacia la plaza con unos grandes palos en la mano. El animal se detuvo en mitad
de la plaza y cerró los ojos. Era el primer automóvil que llegaba a
Guateque". García-Márquez no lo habría contado mejor. Y nada tiene que
envidiar en irreverencia y gracia al famoso poema VIII de El guardador de rebaños la historia de un niño que se llamaba Jesús:
"Ese niño Jesús tenía tres papás, uno que vivía con su mamá, que se
llamaba José y que era carpintero; el otro papá era viejo con barbas y vivía en
el cielo entre las nubes y ese papá si era muy rico. La monja nos dijo que él
era el dueño de todo el mundo, de todos los pajaritos, de todos los ríos, de
todas las flores, de las montañas, de las estrellas; todo era de él. El tercer
papá se llamaba Espíritu Santo y no era un hombre sino una paloma que volaba
todo el tiempo".
Hay lugar para el humor y el amor en
este libro que, a pesar de su minuciosa enumeración de estúpidas crueldades
contra los seres más indefensos, carece del menor resentimiento y está escrito
con la gracia de una narradora excepcional, cuya mayor virtud es respetar
siempre el punto de vista de la niña que fue. No hay lugar para el rencor,
aunque si infinidad de razones.
Crónica de un tiempo sombrío, relato
de terror con final feliz, Memoria por
correspondencia es un de esos libros que, leídos una vez, nos acompañan
siempre, una obra memorable escrita paradójicamente por quien --según sus
detractores y según ella misma-- no sabía escribir.
Otro texto lleno de erratas, entre las cuales "Alberto Morabia"...
ResponderEliminar¿Con final feliz?
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