Fin de semana en Nueva York
Josep Pla
Destino. Barcelona,
2016.
En los últimos años de su vida, reconciliado (aunque no del
todo) con el catalanismo, Josep Pla se convirtió en algo más que en un
escritor, en un símbolo y casi un mito. Cada año aparecían varios tomos de sus
obras completas, que sumaban ya miles y miles de páginas; a juicio de sus
panegiristas, no tenían parangón ni en la literatura catalana ni en la
española.
Eran tomos
que pocos leían, pero que todos elogiaban, como ocurrió con el último Sender,
como ocurrió con el Cela epigonal. La desolada verdad que había tras esos tomos
nos la ha revelado Cristina Badosa en Josep
Pla. Biografía del solitario (Alfaguara, 1997). El escritor había firmado un
contrato con Josep Vergés que le forzaba a entregar cada año cuatro nuevos
volúmenes de más de seiscientas páginas y no sabía cómo cumplirlo: al final era
el propio editor quien juntaba de cualquier manera viejos artículos y nuevos
papeles, e incluso redactaba los prólogos y algún fragmento, y los firmaba con
las iniciales J. P. Pensaba que el mito Pla se sostenía más en la cantidad que
en la calidad.
Los
reportajes que componen Fin de semana en
Nueva York, publicados inicialmente en 1954 en las páginas de la revista Destino, formaron parte de uno de esos
deslavazados tomos últimos. No está claro, por tanto, que el prólogo que firma
Pla fuera suyo, como no parece que lo sean los añadidos a la primera edición en
volumen junto con otros textos, de 1955. Uno de ellos, por ejemplo, reitera lo
que ya se afirmaba en las primeras líneas del prólogo: “Tengo que agradecer, en
primer lugar, a Josep Vergés, de Destino, que yo haya podido realizar este
viaje a América”. La relación de humillante dependencia entre Pla y Vergés, que
a veces actuaba más como coautor que como editor, daría para una compleja
novela psicológica.
Pero las
limitaciones de este Fin de semana en
Nueva York se deben enteramente a Pla, no a hipotéticas manipulaciones. Los
artículos de 1954, ilustrados con sugerentes fotografías en blanco y negro,
llamaron la atención en aquella España que aún no había superado la autarquía
de la posguerra. Nunca antes habían aparecido en volumen independiente, sino
en conjunto con otros relatos americanos.
Parece
incluso excesivo, incluso para Pla, escribir un libro de más de doscientas
páginas tras una visita a Nueva York que duró menos de una semana. Ni siquiera
parece haberse enterado muy bien de la geografía de la ciudad. Así nos describe
la llegada del barco: “En el centro queda la espina de Manhattan, con la proa
de la Batería y el Nueva York más antiguo sobre el que se levantan las
estructuras de la ciudad baja; a la izquierda, el Hudson, ancho y caudaloso,
sigue hacia arriba, encajonado entre el idílico paisaje de Richmond y las
brumosas, formidables aglomeraciones industriales del estado de Nueva Jersey, a
poniente, y el muro oeste de Manhattan; a la derecha aparece la East River,
brazo del Hudson…”
¿El Hudson
encajonado entre Richmond (o Staten Island) y New Jersey? ¿El (no la) East
River un brazo del Hudson? De esos errores, o de esas imprecisiones, está el
libro lleno. Poco antes ha confundido Ellis Island, donde estaba la aduana, con
Staten Island.
Abundan los
descuidos estilísticos, la repetición de párrafos. Si toda la obra de Pla fuera
como este libro (y como tantas páginas de los últimos tomos de su obra
completa), Pla no pasaría de ser un mediocre escritor. No todo es así,
afortunadamente, aunque ni su editor de siempre ni su editor de ahora parezcan
tener la suficiente competencia literaria para distinguir entre lo que en él
vale la pena y lo que solo es descuidada grafomanía pro pane lucrando. Tampoco quizá muchos de los admiradores del
personaje.
Fin de semana en Nueva York tiene solo
un valor histórico. Nos dice más de Pla y de la España de los años cincuenta
que de Nueva York. Habla una y otra vez con asombro de las “luces” que
controlan el tráfico de Nueva York (en España parece que de los semáforos no existía
ni el nombre), se extraña de que los ascensores se utilicen, al contrario que
en Europa, según él, no solo para subir, sino también para bajar. De la
televisión, del frigorífico, del aire acondicionado, de otras maravillas
entonces al parecer desconocidas en España, afirma cosas muy pintorescas.
Y deja
claro, con reiterada insistencia, su racismo. Considera injusto que se llame
“barrio español” a la zona de Harlem en que viven los portorriqueños, ya que en
su mayoría son mulatos y mestizos que “tienen la misma relación con los
españoles que la que un huevo pueda tener con una castaña”. El que hablen en
español carece de importancia ante la diferencia racial.
Es
partidario de la segregación y por si no queda claro insiste en ello en una
autoentrevista: “Mientras los negros estén en su sitio y los blancos en el
suyo, perfectamente separados y diferentes” no habrá ningún problema. Los
mulatos, los mestizos y los criollos son, para Pla, la causa de la decadencia
“de la América llamada latina”; en Estados Unidos nunca ocurrirá nada semejante:
está formado por emigrantes del norte de Europa que jamás se mezclaran con los
negros. Los problemas que puede haber son menores: “A veces un negro se
proyecta sobre una mujer rubia. A veces unos blancos matan a un negro. Yo no
estoy dispuesto a proyectar sobre estos hechos la menor consideración
sentimental y menos a extraer consecuencias de carácter general”. El elogio de
la segregación va acompañado, como vemos, de una consideración de los
linchamientos (consecuencia de que un negro “se proyecte” sobre una mujer
blanca) como algo natural y sin importancia ninguna.
¿Quiere
ello decir que el prestigio de Pla resulta inmerecido? En absoluto. Es autor de
un puñado de obras maestras, pero también de unos centenares de apresuradas,
superficiales (copia de acá y de allá para cubrir el cupo que le exigía
Vergés), deleznables páginas. Conviene distinguir unas de otras y no reeditar
(y menos sin revisión alguna) lo que no merece sino el más piadoso olvido.
El corta y pega de sus propios textos, y sin discriminar entre los malos y los buenos, lo practicó Pla toda la vida. Creo que es en "El quadern gris" donde dice que lo que aprendió en el periodismo fue a copiar de aquí y de allá.
ResponderEliminarSí, en eso se parecía a Baroja.
ResponderEliminarJLGM