Tres periodistas en la revolución de Asturias
Manuel Chaves
Nogales, José Díaz Fernández, Josep Pla
Prólogo de Jordi Amat
Libros del Asteroide.
Barcelona, 2017.
Con un título engañoso,
Tres periodistas en la revolución de Asturias, se reedita una obra de José
Díaz Fernández, Octubre rojo en Asturias,
complementada con las crónicas que Josep Pla y Manuel Chaves Nogales escribieron
sobre la revolución del 34.
Octubre rojo en Asturias no es una
recopilación de artículos periodísticos, sino una recreación y una
interpretación, a la manera de la que hizo con El blocao de la guerra de Marruecos. Nigel Dennis, en el prólogo a Prosas, una antología de la obra de Díaz
Fernández, califica de “novela” ese libro, “curiosa mezcla de reportaje,
reflexión crítica y recreación imaginativa”. Lo esencial es verdad, pero las
anécdotas concretas no tienen por qué serlo, al modo de los Episodios nacionales galdosianos.
El error en
la edición –mezclar textos de intención muy distinta– se corresponde con los
errores conceptuales que Jordi Amat manifiesta en el prólogo. No parece tener
muy clara la diferencia entre periodismo y ficción basada en hechos reales; no
ha reparado en algo tan evidente como que no todo lo que se publica en las
publicaciones periódicas es periodismo: buena parte de la literatura ha
encontrado su sitio antes en los periódicos o revistas que en los libros (y las
investigaciones periodísticas extensas tienen su lugar de publicación adecuado
en el volumen exento).
La serie
que poco antes de la revolución de octubre publicaba Chaves Nogales en el
diario Ahora, que dirigía, no eran,
al contrario de lo que indica Jordi Amat, artículos sobre un bailarín flamenco,
sino los capítulos de una novela, El
maestro Juan Martínez que estaba allí, una de sus obras mayores.
El
protagonista es real, y estaba en Rusia en el momento de la revolución, pero basta
leer cualquiera de los capítulos para darnos cuenta de que no estamos ante un
reportaje, sino ante una novela disfrazada de reportaje biográfico para atraer
mejor la atención de los lectores (los autores de novela realista insisten
siempre en “la verdad” de lo que cuentan, en que no han inventado nada).
La
distinción entre un artículo periodístico y el capítulo de una novela publicada
por entregas queda muy clara cuando leemos “Los flamencos de París”, un
reportaje publicado por Chaves Nogales en Estampa
(18 marzo 1930). Trata de Juan Martínez, que dirige una academia de
flamenco en Montmartre, y de Vicente Escudero. El prurito periodístico le lleva
a puntualizar que las declaraciones del bailarín están recreadas: “Claro es que
el maestro Juan Martínez no dice estas mismas palabras. Él habla a su modo, con
sus imágenes castizas plagadas de galicismos; pero a lo largo de su charla internacional,
que pondría los nervios de punta a un académico, yo sé que quiere decir eso, y
lo traduzco así”.
No acierta
a distinguir Jordi Amat entre periodismo y literatura (dos géneros que juegan a
confundir sus fronteras) ni tiene ideas muy claras sobre “el canon”, esa
término, más que concepto, tan de moda. Para él, Chaves Nogales no gozaba de
prestigio en su tiempo porque “el canon intelectual de la Edad de Plata” no
tenía en cuenta “los géneros con los que él brillaba”. Pero desde Larra el
articulismo gozaba de toda consideración y si él formaba parte de la historia
de la literatura no era precisamente por su novela ni por sus obras de teatro; y
buena parte de los libros a los que Azorín debía su prestigio –Los pueblos, Castilla, Al margen de los clásicos–
estaban formados por colaboraciones periodísticas. Tampoco es cierto que el
redescubrimiento de la obra de Chaves se deba a la reciente ampliación del
canon “y a la pintoresca historia de ese Juan Martínez”. El rescate de Chaves
Nogales obedeció, en un principio al menos, a razones políticas, al
considerársele como un representante de la tercera España, marginado por las
otras dos (Andrés Trapiello tuvo mucho que ver con ello).
La
impactante Otoño rojo en Asturias,
que Díaz Fernández firmó con el pseudónimo de José Canel (un supuesto
revolucionario que habría sido testigo de lo que cuenta), pero que pronto
reconoció como suya ante los ataques del alcalde de Oviedo, quien –como Jordi
Amat– no supo leerla como literatura y negó la verdad de ciertos detalles, merecía
una reedición exenta (ya tuvo una en 1984, con prólogo de López de Abiada).
Los
artículos de Josep Pla y Chaves Nogales son otra cosa. Los del primero ilustran
cómo el gobierno de Lerroux trató de aprovecharse de los acontecimientos para
culpar a Azaña y echar por tierra toda la política progresista del bienio
anterior. El conservador Pla, que representa al sector del catalanismo que
pronto se pasaría con armas y bagajes al franquismo, aunque sabe muy bien la
misión propagandista que le ha llevado a Asturias, no olvida su talante de
periodista y procura dejar constancia de lo que ve, sin importarle que
desmienta sus apriorismos ideológicos. “Se produjeron algunas acciones
violentas contra sacerdotes”, nos dice. “Pero yo no he visto en ninguna parte
el cúmulo de enormidades totalmente inventadas por los diarios de Madrid, como
no he visto en la zona minera las escenas que ven ahora los corresponsales
sensacionalistas –que son casi todos– y que han llegado a aquellos valles días
después de haber salido los primeros periodistas que estuvimos en ellos”.
De la
revolución de Asturias, durante los primeros días, durante los primeros meses,
se contó lo que el gobierno quiso que se contara. Tardó en saberse la verdad de
la represión.
Los
periodistas desplazados a Asturias sabían de sobra lo que el gobierno que los
autorizaba y el público que los leía esperaba de ellos (demonizar a los
revolucionario, justificar detenciones, torturas, fusilamientos), pero eran
periodistas y no podían convertirse en meros propagandistas. “Las cosas en su
punto”, comienza un artículo Chaves Nogales: “No es verdad que en Sama los
revolucionarios se comieran a un cura guisado con fabes; no es verdad que en Ciaño despanzurraran a la mujer de un
guardia civil y le hundieran un tricornio en las entrañas; no es verdad que el
cadáver de un guardia civil fuese expuesto en el escaparate de una carnicería
con el letrero de Se vende carne de cerdo…”. Esas cosas se decían entonces,
esas cosas creía mucha buena gente (y todavía hay en Oviedo quien las sigue
creyendo).
El
periodista cuenta lo que ve o lo que le cuentan las fuentes contrastadas; si
añade elementos de ficción ya no hace periodismo, aunque siga publicando en los
periódicos, sino literatura. Pero la verdad que inventa la literatura puede
resultar más verdadera que la anotación notarial del periodista.
El creador mediocre
ResponderEliminarusa sus artes en los otros.
Mal moldeador del barro,
moldea al maleado.
© María Taibo