Cómo enseñar a leer en clase
Miguel Díez R.
Reino de Cordelia.
Madrid, 2017.
Ni el título ni el subtítulo le hacen justicia a este
nutrido volumen a la vez descacharrado y fascinante. Cómo enseñar a leer en clase parece anunciar un libro de texto, un
manual didáctico. “La memorias de un viejo profesor”, tal es el subtítulo,
ocupan apenas las primeras páginas y casi se limitan a las jeremiadas
habituales sobre el desastre de la educación actual en contraste con los buenos
viejos tiempos. Los culpables ya los sabemos: por una lado, las nuevas
tecnologías; por otro, los “pseudopedagogos de laboratorio y los expertos
teóricos de turno del ministerio correspondiente”.
Nada nuevo
por ese lado: los prescindibles y habituales desahogos. Pero la mayor parte del
volumen –más de quinientas páginas– va por otro lado: es una espléndida,
heterogénea, inagotable antología de la literatura universal.
Al tratarse
de un libro de apariencia didáctica, y de textos breves, el autor no parece
haber tenido que pasar por el enojoso trámite de pedir derechos y ello le
permite ofrecernos juntos a docenas y docenas de autores que nunca habíamos
visto reunidos.
Las letras
de Luis Eduardo Aute y de Joaquín Sabina, de Bod Dylan o de Joan Báez, alternan
con la lírica tradicional española, con Ángela Figuera, Emily Dickinson o con
los romances populares; los poetas bien conocidos con otros poco frecuentados.
Y como propina muy a menudo van acompañados de breves comentarios de Paz Díez
Taboada, colaboradora habitual de Miguel Díez. Se trata de lúcidas anotaciones
más dirigidas al borgiano lector hedónico que al estudiante.
La
narrativa constituye el otro núcleo de este peculiar vademécum. Como en el caso
de la poesía, los relatos bien conocidos alternan con otros que más de uno leerá
por primera vez y que no olvidará nunca. El orden nada tiene que ver con los
habituales capítulos de la historia literaria: en pocas ocasiones podemos pasar
de Ray Bradbury a Juan Rulfo, de Juan José Millás a Stephen King, de Max Aub a
Frederic Brown.
Decía que
este volumen resultaba descacharrado y fascinante. El segundo calificativo está
claro: abierto al azar resulta difícil que no nos encontremos con una pequeña
obra maestra. Más que las memorias de un quejumbroso profesor, Cómo enseñar a leer en clase son las
memorias de un minucioso lector que rara vez se equivoca a la hora de
seleccionar el texto más adecuado para sorprendernos y emocionarnos.
Vayamos
ahora al primero de esos adjetivos. Lo descacharrado del volumen tiene mucho
que ver con su origen: un blog en el que los materiales se van amontonando sin
una estructura de conjunto. Al pasar al libro impreso, ni el autor ni el
editor, desbordados por la riqueza del material, han sabido darle la estructura
adecuada.
El índice
no puede ser más incompleto. Podríamos decir que carece de índice porque lo que
recibe ese nombre no es más que un desganado sumario (“Letras de canciones y
otros textos”, “Poesía lírica”, “Narrativa”), sin indicarse en ninguna parte el
nombre de los autores –más de un centenar– antologados. Dar con ellos es obra
del azar; volver a encontrar un texto que nos sorprendió, si no tuvimos la
precaución de apuntar la página, casi un milagro. Incluso a veces da la
impresión de ser un libro mágico con poemas o cuentos que aparecen o
desaparecen en cada nueva lectura.
Los poemas
y relatos escritos en otras lenguas aparecen siempre en español sin indicación
del traductor, salvo en algunos pocos casos. Luis Alberto de Cuenca traduce
“Esperando a los bárbaros”, pero no sabemos quién traduce los otros poemas de
Cavafis incluidos. Paz Díez Taboada nos ofrece una espléndida versión de la
“Oda a Leucónoe”, de Horacio (la del “carpe diem”), ¿pero de quién son las otras
versiones de Horacio?
Podría
pensarse que, si no se indica otra cosa, el traductor es el propio autor del
libro. Más que dudoso resulta, sin embargo, que conozca la decena de lenguas de
las que proceden los textos.
Hay además
algún lapsus poco disculpable en un viejo profesor: llama soneto a un poema de
Gerardo Diego, que ya a primera vista se ve que no lo es (doce versos de
distinta medida con solo alguna rima irregular); la lista final de “novelas
clásicas en un sentido amplio y muchas buenas novelas juveniles” está
encabezada por Flor de leyendas, de
Alejandro Casona, que poco tiene de novela, ni clásica ni juvenil.
Lo
imperfecto también tiene su encanto. Y a Miguel Díez R. le perdonamos todo.
Incluso que de pronto le dedique un capítulo entero a la poesía de Paz Diez
Taboada, su mujer y habitual colaboradora; son poemas difíciles de encontrar y
que nos agrada conocer.
Un libro
para tener siempre al lado, para abrir por cualquier página; un libro en el que
resulta difícil encontrar lo que buscamos, pero muy fácil dar con maravillas
que no buscábamos y que ni siquiera sabíamos que existían.
Adiós.
ResponderEliminarNo me llames, por favor,
salvo para hablar de lo de siempre:
negocios.
© María Taibo