La extraña retaguardia
Fernando Castillo
Fórcola. Madrid,
2018.
¿Queda algo por decir del Madrid de la guerra? Docenas y
docenas de libros se han dedicado a glosar el heroísmo y la barbarie de
aquellos años. Primero fueron las memorias, más o menos noveladas, de los
escritores del bando nacional que buscaron refugio en las embajadas (Una isla en el mar rojo, de Fernández
Flórez, puede servir de ejemplo); luego llegarían los testimonios del otro lado
y los estudios, no siempre más imparciales, de los historiadores.
Creemos
saberlo todo sobre ese Madrid, pero las más de quinientas páginas que Fernando
Castillo le dedica (con alguna incursión a Valencia y Barcelona) en La extraña retaguardia nos demuestran lo equivocado que estábamos. El
subtítulo explicita su punto de vista, “Personajes de una ciudad oscura”, y
también que el período abarcado llega más allá de los años de la guerra civil
hasta incluir el tiempo no menos sombrío en que transcurre La colmena: “Madrid 1936-1943” .
Fernando
Castillo, que no es historiador de profesión, ha sentido desde siempre una
especial fascinación hacia el París ocupado por los alemanes, al que ha
dedicado dos libros ejemplares: Noche y
niebla en el París ocupado. Traficantes, espías y mercado negro (2012) y París-Modiano (2015), que se refiere
también de los años posteriores, como indica el subtítulo: “De la Ocupación a
Mayo del 68” .
El modelo
de esos libros es el que quiere aplicar a Madrid en este nuevo volumen. No le
interesan los grandes personajes históricos, bien conocidos, sino las figuras
menores y las zonas de sombra, los agentes provocadores que se mueven entre un
bando y otro, entre el hampa y la legalidad.
La extraña retaguardia se lee como una
novela de novelas, esbozadas unas, más desarrolladas otras, como una novela
plural y de no ficción donde casi nada es lo que parece. El comienzo ya nos indica el tono literario
que se quiere dar al conjunto: “Amanecía el viernes 17 de julio, espléndido y
luminoso, con el fresco olor de la pinada de la Sierra antes de que lo agostase
el calor. Desde el Guadarrama, en el Alto del León, Castilla, como salida de un
óleo de Darío de Regoyos o de Díaz Caneja, parecía una alfombra amarilla con
algunos manchones marrones y verdes, bajo un cielo azul límpido”. Antonio de
Goicochea, dirigente del partido monárquico Acción Nacional, avisado de lo que
se avecinaba, sale de Madrid en un coche que conduce su chófer y guardaespaldas,
Alfonso López de Letona, que será uno de los protagonistas del libro. En el
índice de personajes que se incluye al final se sintetiza su trayectoria:
señorito de buena familia, delincuente de tres al cuarto que acabó en la
Legión, militante monárquico durante la República, agente de los Servicios
Especiales y delator en el Madrid de la guerra civil. Un personaje de novela de
Patrick Modiano, tan admirado por Fernando Castillo, como tantos otros que se
entrecruzan en las páginas del libro: Cándida del Castillo, madre del novelista
francés Michel del Castillo: David Vázquez Baldominos, responsable del
contraespionaje y de las relaciones y de las relaciones con los agentes
soviéticos de Alexander Orlov, que participó en todas las actividades de la
guerra sucia contra anarquistas y trotskistas; Francisco Cachero, falso cónsul de
Finlandia, que se enriqueció ofreciendo refugio en pisos que solo aparentemente
estaban bajo la protección diplomática; Alberto Castillo Olavarría, “equívoco y
ubícuo”...
Fernando
Castillo nos lleva al cambiante Madrid de aquellos años –nada tiene que ver la
euforia y el terror revolucionarios de los primeros meses con el sacrificado
heroísmo de después ni con la traición final–, apoyándose tanto en la
documentación histórica como en la literatura, si menos fiel en los hechos notariales
más útil para revivir ambientes y recrear la vida cotidiana de entonces.
Pero no es
un historiador profesional, y eso se hace notar en algún punto. Su tratamiento
de las matanzas de Paracuellos resulta algo simplificador. Mucho se han
discutido esos hechos, que siguen llenos de puntos oscuros, pero para él todo
está claro, meridianamente claro: el principal culpable es Segundo Serrano
Poncela, a sus 24 años recién nombrado Director General de Seguridad cuando
comenzaron los traslados que acabaron en masacre, y luego convertido en uno de
los más destacados narradores y ensayistas literarios del exilio republicano.
Incluso nos lo llega a presentar presenciando algunos de los desmanes de la
policía republicana como un malvado de película: “Imaginamos a Serrano Poncela
durante el asalto, tenso, con sus rasgos afilados y la expresión sombría por la
preocupación, un aspecto que acentuaban la cazadora de cuero negro, el pelo
oscuro, su delgadez y unas cejas negras y pobladas. Un aire que recuerda al del
actor rumano Béla Lugosi”.
Pero esto
es literatura, solo literatura. Los hechos: el 6 de noviembre, cuando parece
que los sublevados están a punto de ocupar la capital, el gobierno de la
República abandona Madrid con destino a Valencia, dejando la ciudad a cargo de
una Junta de Defensa encabezada por el general Miaja. De la Consejería de Orden
Público se ocupa un jovencísimo Santiago Carrillo, quien nombra a Serrano
Poncela director de Seguridad, encargado de las prisiones. Los miles de
prisioneros que llenan las cárceles, a pocos pasos de donde se combate, pueden
ser liberados en cualquier momento y engrosar las filas de los rebeldes; se
decide su traslado a un lugar más seguro. Muchos de esos traslados, en lugar de
acabar en Chinchilla o en Alcalá de Henares, acabaron en un descampado y en una
ejecución masiva. Varias de las autorizaciones para salir de la cárcel llevan
la firma de Serrano Poncela. ¿Organizó él esas masacres? A nadie, salvo a
Fernando Castillo, se le ha ocurrido afirmar algo semejante. ¿Estaba al tanto
del destino final de aquellos presos? Probablemente, al principio no, pero
acabaría enterándose, como su jefe directo, Santiago Carrillo. ¿Pudieron hacer
algo para impedirlo? Serrano Poncela, que pronto dimitió o fue cesado y que no
tardaría en distanciarse de los comunistas, seguro que no, a pesar de que
Fernando Castillo le convierte en el malo de la película; Santiago Carrillo,
muy probablemente sí. Lo que parece claro es que ninguno de ellos –sobre los
que recayó la más complicada tarea en el peor momento– estuvo en el diseño de
esa siniestra operación (muy en la lógica soviética: Alexander Orlov, que luego
se pasó a Occidente, tendría bastante que decir).
No
disminuyen estas discrepancias –inevitables cuando se trata de la guerra civil–
el interés de La extraña retaguardia,
otra vuelta de tuerca sobre un tiempo sombrío que parece tardar más que ningún
otro en convertirse definitivamente en historia, en dejar de gravitar sobre el
presente.
"Memoria histórica":
ResponderEliminarchekas, sacas, paseos
y paredones.
En ambos lados de la guerra civil hubo verdugos y víctimas, Pero los verdugos de un lado fueron juzgados y condenados y las víctimas honradas con letras de oro en iglesias y plazas, mientras que los verdugos del otro lado fueron honrados con cruces y medallas y las víctimas arrojadas anónimamente a una fosa común. Memoria histórica.
EliminarSi el presente juzga al pasado, perderá el futuro.
Eliminar(MANDELA)
Una tontería es una tontería, la diga Mandela o la diga su porquero. (Antonio Machado)
EliminarCuando José Luis habla de Nelson, dice más de José Luis que de Nelson.
EliminarHay quien, para ir por el mundo,
ResponderEliminarmapas, señales, precisa.
A mí solo me hace falta
el calor de una sonrisa.
* *
No te importe te confundan
con una señal de esas.
Las almas de semáforo
solo con “dummies” se besan.
* *
Cuando te borren del mapa
que les lleva a sus ciudades,
agradece no ser vía
y que sobre ti no asfalten.
© María Taibo