Antonio
Rodríguez-Moñino.
Luces y sombras
del mayor bibliógrafo español del siglo XX
Antonio Ortiz Romero
Editorial Almuzara.
Córdoba, 2022.
Nada puede aparecer menos apasionante que la biografía de un
bibliógrafo, aunque sea tan importante como Antonio Rodríguez-Moñino, que
muchos ponen a la par de un Menéndez Pelayo, un Menéndez Pidal o un Dámaso
Alonso. Nada más apasionante, sin embargo, que el libro que le ha dedicado
Pablo Ortiz Romero, un libro que sin restarle ningún brillo a su categoría
intelectual llena de justificadas sombras a la persona.
Antonio
Rodríguez-Moñino (1910-1970) ha pasado a la historia como uno de los más
destacados representantes del exilio interior: represaliado por Franco, perdió
su cátedra, le fue vetado el ingreso en la Academia Española y tuvo que
exiliarse a Estados Unidos para poder ejercer como profesor universitario.
La realidad
es muy distinta. El joven Antonio Rodríguez-Moñino tuvo un papel destacado en
la Junta de Incautación y Protección del Patrimonio Artístico, creada por la
Alianza de Intelectuales, de inspiración comunista, dedicada a salvar bibliotecas amenazadas de destrucción
por las bombas o por las milicias populares que habían ocupado conventos y
palacios. Rodríguez-Moñino conocía como nadie todas las grandes bibliotecas de
Madrid, públicas y particulares, y por eso, aunque oficialmente solo fuera un
auxiliar técnico, se puso al frente del operativo: él decidía dónde, cuándo y
cómo debía desarrollarse la incautaciòn. El verano de 1936, tan trágico para
muchos, fue a la vez un período de ilusionada esperanza para otros: los
intelectuales ocupaban los palacios de la nobleza y desde allí podían esperar
la revolución. Para el joven Rodríguez-Moñino, que vestía el mono azul ritual y
a quien más de uno recuerda haber visto con pistola, fue un tiempo de febril
felicidad: todos los libros del patrimonio bibliográfico, incluso los más raros
y celosamente guardados por sus propietarios, pasaban por sus manos. El caso de
la biblioteca del marqués de Toca puede servir de ejemplo. Rodríguez-Moñino le
conocía porque, en las subastas de libros, era “uno de los más temidos enemigos
de todos los bibliófilos españoles”, ya que siempre se quedaba con las obras
más interesantes. Con el pretexto de que en casa del marqués se iba a instalar
Radio Oeste, una emisora del Quinto Regimiento, decidió que había que requisar
la biblioteca para “protegerla”. Pero resulta que en la casa del marqués no se
encontraba su biblioteca. Rodríguez-Moñiño puso todo su interés en buscarla y
después de muchas pistas falsas logró encontrarla en un piso donde no corría
ningún peligro: en el portal había dos agentes de seguridad (el edificio era
sede de un consulado) y la biblioteca estaba al cuidado de dos oficiales
bibliotecarios, contratados por marqués. Rodríguez-Moñino quedó fascinado por
la magnitud de aquella biblioteca y decidió a pesar de todo incautarla para
darse el placer de tener en sus manos tantos raros manuscritos e incunables.
Pero no
solo se ocupó de las bibliotecas, para protegerlas y socializarlas, para poner
al alcance de todos los estudiosos las obras hasta entonces guardadas por
bibliófilos obsesivos, sino que también intervino en uno de los latrocinios
todavía no aclarados de la Guerra Civil. El 4 de noviembre de 1936, Wenceslao
Roces, subsecretario del ministerio de Instrucción Pública, y Antonio
Rodríguez-Moñino, acompañados de guardias y milicianos fuertemente armados, se
presentaron en el Museo Arqueológico Nacional para requisar todas las piezas de
oro que hubiera en el centro: “Ayudados por linternas y en un ambiente tenso,
por las reticencias de Mateu a facilitar la saca y por las prisas que Roces
quería imponer a la operación, Moñino y el numismático Mateu fueron recogiendo
las monedas de los diferentes armarios”. Más que una incautación parecía un
saqueo: “No se hacía ninguna relación de las piezas, sino que estas se sacaban
de los armarios, donde estaban ordenadas por series, y se volcaban, primero en
las gorras de los guardias, que ayudaban, y luego, tras contarlas y pesarlas,
en unos sacos pequeños, unos talegos”. En total se llevaron 2796 monedas, casi
dieciséis quilos de oro. De ellas nunca más se supo.
Rodríguez-Moñino
fue un hombre importante en la intelectualidad republicana. Fue a él a quien se
le encargó la búsqueda del manuscrito del poema del Cid cuando la prensa
nacionalista publicó que había desaparecido que, en la arqueta en que se guardaba,
había sido sustituido por una pistola. Fue a él a quien se le pidió el prólogo
del Romancero general de la guerra de España, donde se reunían obras de
los más destacados poetas en defensa de la causa popular.
Terminada
la guerra, cuando muchos por menos marcharon al exilio o pasaron largos años de
cárcel o fueron fusilados, Rodríguez-Moñino entrará pronto a formar parte de la
élite cultural del franquismo. Cuando en enero de 1951 se inauguró el Museo
Lázaro Galdiano, de cuya biblioteca era responsable, allí estaba él
compartiendo copas con el caudillo. Y si tenía algún problema administrativo
podía acercarse al ministro Manuel Fraga para que se lo solucionara. ¿Cómo fue
posible esto? Pablo Ortiz Romero documenta la estrategia del converso con
irrebatible minucia..
Hubo un
consejo de guerra, del que salió muy bien librado, y un expediente de
depuración, en el que se decidió expulsarle de su puesto de catedrático, pero
que quedó congelado hasta los años sesenta y terminó por no aplicarse. Los
rumores sobre su pasado eran siempre acallados. ¿Cómo fue posible que este
converso del republicanismo se convirtiera en símbolo del exilio interior? En
1960, quiso ser académico, contaba con los mejores avales, pero ante el rumor
de que el ministro de Educación, Jesús Rubio García-Mina, vetaba su
candidatura. Cela fue a ver al ministro y este le dijo que no podía ser
académico porque sobre él pesaban graves acusaciones del tiempo de la guerra
civil. Aunque sería elegido académico en 1966, nunca olvidó Rodríguez-Moñino ese
veto que le llevó a aceptar la invitación para dar clase en la universidad de
Berkeley y para iniciar una campaña de autopromoción entre los hispanistas que
le convertía en símbolo de los represaliados intelectuales del franquismo. A él
se le podía aplicar lo que le escribió a Dámaso Alonso, airado porque no le
apoyó lo suficiente en sus pretensiones académicas: “Me ha quitado la amargura
que tenía y me ha devuelto mi capacidad de risa el párrafo en que te pintas
poco menos que como la mayor víctima del régimen político actual, en gravísimo
peligro. ¡Tú, perseguido por el Régimen! Es para morirse de hilaridad. Está
bien que esos cuentos de miedo se los enjaretes a algún papanatas; a los que te
conocemos, no”. Y concluye con lo que le podrían decir a él con tanta o más
razón quienes colaboraron con él en los años de la guerra —Tomás Navarro Tomás,
Timoteo Pérez Rubio, Emilio Prados—
y sobre los que descargó toda la responsabilidad de sus actuaciones: “Tus
pequeñas ruindades y traicionejas te las hemos perdonado los amigos a cuenta de
tu indiscutido talento. Pero erigirlas ahora en norma de moral para juzgar a
los demás, eso no. Es ya mucha frescura eso. No me hagas hablar”.
En el caso de Antonio
Rodríguez-Moñino, este libro habla alto y claro, pero en ningún momento pone en
duda su “indiscutido talento”.
Antes de leer el libro, espero que en algún lugar, además de dejar constancia de su magisterio, la deje también de su generosidad y la de su esposa, doña María Brey. Don Antonio decidió dejar su valiosa biblioteca y colección de obras de arte a la Real Academia Española. He de añadir que su voluntad fue compartida por su viuda. Generoso fue también don José Lázaro Galdiano, para quien el bibliófilo trabajo largo tiempo, pues dejó sus bienes a los españoles gestionados por una Fundación. Por cierto,muchos de los libros que le fueron incautados por la Junta están en la Biblioteca Nacional y nunca han sido reclamados, seguramente por el hecho de que el propietario es el mismo. Creo que las sospechas (¿de qué?) no tienen razón de ser: cafa curso académico, don Antonio cumplía religiosamente con sus obligaciones con la Universidad de California-Berkeley, donde hizo escuela. Eso sí, nada más acabar, volvía a su casa dd Madrid y a su conocida tertulia. Saludos con carácter general y abrazos para los amigos (muchos) que no faltan a la cita semanal de JLGM.
ResponderEliminarTodo lo bueno que se pueda decir de Antonio Rodríguez-Moñino es cierto, pero también lo es que cambió de bando y que supo adaptarse al franquismo. Y dejar la biblioteca y las obras de arte a la Real Academia Española no parece un acto de excesiva generosidad: al otro barrio no se pueden llevar libros y ahí no corren el riesgo de dispersarse y son un continuo homenaje. El libro que comento ayuda a entender la historia de un tiempo sombrío y muestra la capacidad de ciertos seres humanos para adaptarse a las circunstancias.
ResponderEliminarNo sé no sé, querido José Luis. Yo dejaría las acusaciones de esta índole, que a nada llevan. Cui prodest? A mi colega Ángel Viñas, que en un artículo acusaba de alta traición a Besteiro, Casado y Mera por poner punto final a la Guerra Civil y no seguir luchando, le dije que yo particularmente estaba agradecido a los tres, pues gracias a ellos le escribía ahora esas líneas. Aclaro que mi padre, con graduación de sargento, estaba al frente de un pelotón de escucha del Ejército Popular de la República y que su vida corría peligro en mayor medida que en otros destinos. Es mi opinión y son páginas de la historia familiar que me han llevado a extremar la prudencia y no hacer daño sin ningún provecho. ¿O volvemos a lo de por qué se le concede el Premio Lope de Vega a Buero Vallejo en 1948? A mí me parece que es estar haciéndonos permanentente ei hara-kiri
ResponderEliminarNo, Ángel, no es eso. No se trata de juzgar ni de interpretar, sino de exponer los hechos tal como fueron. Esa es la misión del historiador y del biógrafo. Pablo Ortiz Romero no afirma nada sin el correspondiente soporte documental.
ResponderEliminarComo curiosidad, añadiré que quedó tan agradecido a la UCBerkeley que dejó en depósito permanente en su biblioteca histórica, conocida como Bancroft Library, unos fragmentos del Amadis primitivo o medieval. Es lo único que queda (eso y una retahíla de quejas de una obra leída por muchos.
ResponderEliminarLa grotesca escena del robo de las 2796 monedas casi hace buena y ajustada a la realidad la propaganda franquista sobre los rojos expoliadores. Se menciona en la reseña a Wenceslao Roces. Este señor era asturiano, catedrático de derecho romano en Salamanca y discípulo de Unamuno. Después de un viaje de estudios a Alemania, volvió de allí comunista perdido. Se dedicó a traducir a Marx, entre otros autores, al parecer con errores disparatados. Francisco Ayala en sus memorias lo tacha de autoritario e idiota. Murió muy anciano en México, en donde se había exiliado. Nunca informó de su versión sobre el expolio de las monedas. Wenceslao es otro personaje aparentemente gris que merecería un estudio detenido para entender el totalitarismo comunista y sus delitos (monedas en los bolsillos de los camaradas, Paracuellos, la desaparición de Nin y los servicios secretos stalinistas en España, de lo que el esbirro Wenceslao debía saber mucho, purgas de los años cuarenta etc etc). Pero como muchos pesados de la memoria histórica son camaradas pasan como por ascuas sobre estos hechos tenebrosos. A ellos les va la épica. Y siguen tomándonos por tontos.
ResponderEliminarUn cordial saludo.
No, abc, de los robos y latrocinios en la zona republicana (muchas veces al margen del gobierno republicano) se ha hablado, estudiado, investigado, mucho. No olvide que bastantes republicanos eran anticomunistas (recuerde el enfrentamiento entre Negrin y Prieto). No, la barbarie de unos, no justifica la de otros.
ResponderEliminarChurras y merinas pastando juntas. ¡Qué tendrá que ver la Memoria histórica con las manos largas de Roces et alii!
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