Ángeles Mora
Quién anda aquí
(Poesía reunida 1982-2024)
Tusquets. Barcelona, 2024.
El
tiempo juega unas veces a favor de las obras literarias y otras en contra. En el
caso de Ángeles Mora, ha jugado a favor. Sus primeros libros, publicados en los
años ochenta, apenas si fueron tenidos en cuenta en la algarada polémica que
causó el grupo granadino de “la otra sentimentalidad”, capitaneado en un
principio por Álvaro Salvador y muy pronto por Luis García Montero, que fue
quien se alzó con el santo y la limosna de las revueltas poéticas de entonces.
El mentor intelectual del grupo era Juan Carlos Rodríguez, catedrático y
teórico marxista de literatura que hizo hincapié en la historicidad, no solo de
la poesía, sino muy especialmente de los sentimientos, considerados eternos,
que suelen expresarse en ella.
La importancia de Juan Carlos
Rodríguez en Ángeles Mora fue algo más que intelectual. A él se le dedica “Un
largo adiós”, la sección final de Soñar con bicicletas, su último libro,
y es el protagonista, explícito o implícito, de buena parte de su poesía,
fundamentalmente amorosa.
En los ochenta, Ángeles Mora parecía
una poeta menor, con las características atribuidas tradicionalmente a la
poesía femenina: sentimentalismo, delicadeza, arte menor. “Fue entonces / cuando
te posaste llorando / en la mejilla-rosa del parque”, leemos en los versos
finales de su primer libro, Pensando que el camino iba derecho. Pero ya
desde sus comienzos, lo que parecía convencional confesionalismo, iba
acompañado de un rasgo culturalista –la abundancia de citas explícitas e
implícitas-- que la emparentaba con la renovación novísima. Esas referencias
procedían tanto de la llamada alta cultura como de la cultura popular. Si el libro
inicial tomaba su título de un verso de Garcilaso, el segundo lo hacía de una
zarzuela: La canción del olvido. Y a las referencias literarias y
musicales se añaden las cinematográficas, que le ayudan –según ha declarado en
reciente entrevista-- “a decir más con menos y a crear un clima emocional, una
complicidad con el lector”.
En
el poema “Casa de citas” se ha referido Ángeles Mora a esa costumbre suya de
apoyarse en textos previos: “Durante algunos años / padecí ‘mal de citas’. /
Mis poemas / iban acompañados de ilustres firmas (casi siempre varones: / ellos
son más famosos / y saben fatigar las librerías)”. Poco a poco fueron
apareciendo también escritoras (Emily Dickinson es una presencia constante) y
desaparecieron las dudas sobre si esos apoyos obedecían a “complejos de mujer”.
Eran solo un intento “de no borrar las huellas”.
El tiempo ha jugado a favor de
Ángeles Mora y ya no tiene que pedir disculpas, como parecía antes, por
escribir como mujer. Todo lo contrario, ese es hoy uno de sus principales
atractivos. Consciente de ello, acentúa el carácter reivindicativo de sus
versos. Lo hace a veces con sutileza, como en “Vivir en tercera persona”, y
otras con mayor explicitud, como en “La soledad del ama de casa” o en los
versos de “Noche y día”: “Nunca quise hacer ganchillo, / prefería leer el
periódico / o escribir garabatos a la luz de la lámpara. / Los hombres no
barrían la casa, / mis hermanos entraban poco en la cocina”. Resulta preferible
la primera opción.
Ángeles Mora es poeta del amor y de
la memoria más que de la reivindicación feminista o política. Para ella “el
poema no es un juego, / no es un jeroglífico”, pero tampoco un directo desahogo
del corazón: “hay que darle la vuelta / a las palabras, saber / que viven
entrelíneas, / que se muerden la lengua”. Por eso titula “Ficciones para una
autobiografía” su libro más memorialístico. La verdad notarial no es siempre,
en literatura casi nunca, la verdad más verdadera.
Quien anda aquí reúne más de
cuarenta años de dedicación poética. A pesar de un progresivo enriquecimiento
formal y temático, sorprende la coherencia: el volumen se puede abrir por
cualquier página y muy pronto nos seduce su música, su dolorido sentir, la
sabiduría con que va entrelazando con los propios versos ajenos o tomándolos
como punto de partida, sea en la cita preliminar o en el título: “Todo más
claro”, “Sombra del paraíso”, “Huésped eterno del abril florido”, “El tercer
hombre”.
Hay en sus versos música de tango
(“Un tango arrastra / mi corazón / amor / sin mirar si hace daño”) o de bolero:
“Comentaste / (no es reproche, es elogio, / me advertías) / que aquellos versos
míos / arrastraban un aire de bolero”.
También hay onirismo, compromiso
(“Imágenes para una exposición”), atmósferas cinematográficas (“El tren de la
noche o El desino se divierte”), estampas de posguerra y una invitación a vivir
con plenitud el instante que pasa y que no vuelve. Entre tantos adioses y
lúcidas melancolías, destaca un poema como “El rincón del gourmet”, tan próximo
a las odas elementales nerudianas: “Una pizca de sal. / un poco de vinagre /
balsámico, / un toque alegre / de pimienta. / El tacto / cuenta y el color /
anima. / Basta un guiño / agridulce, / una roja / granada / desgranándose /
sobre el verde / lecho de la vida. / No olvides / el dorado aceite / que todo
lo liga y despierta / las buenas sensaciones, / oscuras, / luminosas. / Apaga
la ventana, / amor, / cierra la luz, / abre la boca”.
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