Gótico cantábrico
Martín López-Vega
La Bella Varsovia.
Madrid, 2917.
El título del nuevo libro de Martín López-Vega parafrasea el
de un conocido cuadro de Grant Wood, “American Gothic”. Representa a un
granjero y su esposa frente a un edificio rural, vagamente neogótico. Sin duda
los retratos de sus bisabuelos, que reproduce al final del volumen, le
recordaron a esos dos inquietantes personajes, símbolos de la América profunda.
Los
recuerdos de infancia y la memoria familiar dan origen a buena parte de los
poemas de Gótico cantábrico. Son
recuerdos duros, nada sensibleros. “Mi padre me lo enseñó todo / acerca de cómo
no debe ser un hombre”, comienza “Poema de género”. Poemas ásperos también en
cuanto al ritmo, a la música tradicional del verso, que López-Vega rechaza
expresamente. Traductor profuso de los más varios dominios idiomáticos, su poesía
propia suena con cierta frecuencia a poesía traducida, como Juan Ramón Jiménez
–con menos razón– decía de la de Cernuda.
Pero no es
el tono rememorativo, y a ratos de ajuste de cuentas familiar, el único del
libro. Ya al comienzo nos sorprende “El jilguero de Plotino” –escrito en
prosa–, donde en medio de un recuerdo de infancia, se reproduce un diálogo acerca
de la felicidad con un extraño anciano que dice llamarse Plotino. “¿Qué placer
es el que debemos buscar, entonces?”, pregunta el niño. Y esta es la respuesta
que recibe: “No los de la intemperancia, ni los del cuerpo, que no siempre
pueden satisfacerse y obstruyen la felicidad. Tampoco los excesos de alegría,
sino aquellos placeres relacionados con la presencia del bien, que no están en
movimiento, no devienen. Su placer y su serenidad son inmutables”. Suena
demasiado a pegote esa conversación en medio de los recuerdos de una infancia
entre manzanos y junto al mar. Un intento de dotar artificialmente de
trascendencia al texto.
Martín
López-Vega no parece distinguir entre poema y ocurrencia más o menos afortunada.
Entre las segundas, creo que se
encuentran sus “Variaciones para un autorretrato”: cada verso, cada línea
mejor, es un neologismo creado a partir de varias palabras cuyas sílabas final
e inicial coinciden. Así, “tedio”, “diócesis” y “sístole” quedan reducidos a
“Tediócesístole”, uno de los versos del poema. Nadia habría perdido el libro si
el poeta, bien aconsejado, hubiera dejado fuera estas variaciones. Tampoco
parecen precisamente un acierto los dos poemas de tema político que se agrupan
en el díptico “El tema de España”, crítica paródica de la transición y del
15-M. Mucho se ha dicho –y mucho se puede decir– en contra de ese período de la
historia de España y de ese movimiento político. Pero lo que escribe López-Vega
no pasa de malhumorado desahogo: “Los poetas burgueses se dijeron comunistas /
y como coló, pues con todo así. / Y cuando los pusilánimes / empezaron a
escribir novelas / y nadie puedo decir
que no había libertad / para decir pedo
caca culo pis / el dispositivo estaba listo: / acordaron nunca hablar más
del asunto, / se pusieron la camisa nueva / y sobre ellos descendió en silencio
/ el espíritu de la transición / que como buena paloma / se cagó en España, /
pero no ellos”. No más afortunado
resulta “Vodafone Sol”, con su crítica simultánea del consumismo y de las
acampadas de mayo que dieron origen a Podemos (hay un ingenioso, pero fuera de
lugar, juego de palabras que convierte el baudelairiano Las flores del mal en Las
flores del Mall).
Las
humoradas y el escaso rigor autocrítico, dificultan, pero no impiden, apreciar los
logros del libro. Si hubiera que destacar algunos, comenzaría con la “Égloga
Novena de Miklós Radnóti”, un perfecto ejercicio de heteronimia en el que
López-Vega consigue ser el poeta no español, esloveno, letón o polaco, que
siempre le habría gustado ser. Muy distinto, pero no menos admirable, es su
“Idea de Iowa”, otra vuelta de tuerca –paisaje sin figuras– al cuadro de Grant
Wood.
Más
ejemplos: el canto a la amistad de “Ir al incendio”, donde López-Vega se
muestra capaz de escribir un largo poema sin salidas de tono; la enumeración
caótica de “El sentimiento de un occidental” cuando contempla la ciudad
–cualquier ciudad amada, Lisboa o Roma– y la imagina llena de monumentos a
momentos especiales de su trayectoria vital (“monumento a cierto mediodía en
Oporto que fue como si sobrase el resto de mi vida, / monumento a los días que
fuimos a la yerba en Teberga”).
Martín
López-Vega ha puesto todo su empeño en traer a la poesía española otros
nombres, otras músicas, otras tradiciones; siempre ha querido más ser un poeta
europeo, centro europeo a ser posible, que español. En ese empeño ha
sacrificado muchas cosas. ¿Demasiadas quizá? Este libro nos lo muestra de
cuerpo entero, sin trampa ni cartón, afanoso por decirlo todo de todas las
maneras, por recorrer el mundo sin olvidar que el centro del mundo está en los
orígenes: en las luces y sombras de su personal y familiar gótico cantábrico.
Democracia es la disolución de los artificios, la destilación de lo plural.
ResponderEliminar© María Taibo