Grillos y luna
Susana Benet.
La Isla de Siltolá.
Sevilla, 2018.
Nada mejor que el
haiku y el soneto para contraponer las poéticas de oriente y occidente. Ambos
tienen mucho en común: cada una de esas formas estróficas constituye un poema
completo, terminan con un verso (o unos versos en el caso del soneto) que dan
sentido al conjunto, se insertan en una tradición que, como todas, vive del
enfrentamiento entre ortodoxia y heterodoxias, buscan quedar en la memoria del
lector.
Tienen
mucho en común, pero son completamente diferentes: el laborioso juego de rimas
y las 154 sílabas del soneto se reducen a las 17 del haiku, donde además sobra
la forzada repetición de sonidos al final. El soneto es una pieza arquitectónica,
con su andamiaje lógico, sus recurrencias y sus simetrías; el haiku es una
iluminación, un caer en la cuenta, un decir apenas y donde siempre se dice más
de lo que se dice.
Aprender a
escribir un soneto lleva su tiempo; la técnica del haiku es intuitiva y está al
alcance de cualquiera, del niño y del anciano, del sabio y del ignorante. Un
buen soneto es una conquista del autor; un buen haiku es un regalo que la
poesía nos hace.
Y de la
legión de poetas que hoy cultivan esa veterana tradición japonesa a nadie le ha
hecho la poesía tantos regalos como a Susana Benet.
Desde el
inicial Faro del bosque (2006) lleva
publicados media docena de libros de haikus, casi un millar de esas prodigiosas
miniaturas, y nunca nos cansamos de leerla. ¿Dónde reside su secreto? Los haikus
tienen mucho de impersonal, en ellos el autor puede borrarse más fácilmente que
en otras formas poéticas; Susana Benet, sin embargo, ha logrado que los suyos
sean inequívocamente suyos.
No gusta,
como tantos, de las deliberadas japonerías, del pastiche orientalizante, aunque
no falten grillos y luna (así se titula su último libro), gatos y nubes,
primaveras y otoños, según parece exigir la evanescente retórica del haiku.
En sus
versos, Susana Benet lava la ropa, la tiende, se asoma a la ventana, da un
paseo, va de compras, riega las macetas, se deja asombrar por la lluvia o por
el canto de un mirlo.
Sus haikus
pueden parecer hechos de nada, simples anotaciones al paso: ese chopo medio
verde, medio amarillo, en un ribazo; las briznas de hierba que encuentra
pegadas a sus suelas cuando regresa a casa; las plumas del periquito que caen
al agua en que bebe el gato; el semáforo que sigue cambiando de luces en la
noche desierta.
Escribir como
escribe Susana Benet no ha resultado un proceso sencillo. De hace un siglo
datan los primeros intentos de haiku en lengua española. No podían entonces los
poetas abandonar las muletas de la rima ni el rebuscado adjetivo. Un ejemplo de
José Juan Tablada: “Garza, en la sombra / es mármol tu plumón. / móvil nieve en
el viento / y nácar en el sol…”
Al poeta
modernista sin la rima le parecía que la poesía quedaba demasiado desnuda. El
famoso haiku de Basho (“Un viejo estanque, / se zambulle una rana, / ruido del
agua”) Valle-Inclán lo “embellece” de la siguiente manera: “y el espejo de la
fontana / al zambullirse de la rana / ¡hace chas!”
Susana
Benet observa, recuerda, anota: “Sobre una loma / se empina entre los pinos /
la torrecilla”, “No está el colegio. / Solo ha quedado en pie / la buganvilla”,
“El viento agita / el reflejo de un árbol / dentro del agua”, “Guarda la lana /
la forma de tu cuerpo. / Vieja chaqueta”.
“Esto lo
hago yo”, dirán algunos lectores. Y es posible que tengan razón. El burro
flautista de la fábula de Iriarte, si intentara ser poeta en lugar de músico,
seguro que lo que se salía “por casualidad” era un haiku y no un soneto.
Más fácil
le resulta escribir un haiku a un niño que a un versificador habitual. Para
escribir haikus hay que aprender poco, pero hay que desaprender mucho. No
añadir nada, por ejemplo, al contraste entre el blanco y el rojo que nos
sorprende de pronto en la cocina: “Partido en dos, / qué blancas sus semillas.
/ Pimiento rojo”.
Siempre
fiel al esquema de las diecisiete sílabas y al contraste entre los dos versos
iniciales y el último, a veces Susana Benet acentúa la sorpresa (“Sobre el
chaleco / del anciano dos pétalos. / Ciruelo en flor”), pero más a menudo nos
sorprende con su simplicidad: “El hortelano / con el meñique fuera / de la
alpargata”.
Son muchos
los haikus que se nos quedan para siempre en la memoria, como “limpio, vibrante, / el silbido de un mirlo /
tras el chubasco”.
Grillos y luna, un libro para beber a
pequeños sorbos, con miedo a que se acabe (aunque no se termine de leer nunca
porque resulta nuevo cada vez que volvemos a él).
En el laboratorio de expertos,
ResponderEliminarnarcisistas despiezan el poema.
Han de extraer la esencia
del poeta lejano.
En el olimpo inverso en que residen
su intelligentsia es el paso esencial
para precipitarse en las honduras.
Calla. Ahora están penetrando el Yo
antes de devenir en puro hueso.
© María Taibo