La policía celeste
Ben Clark
Visor. Madrid, 2018.
La primera sociedad astronómica que se conoce fue fundada el
año 1800 en un observatorio privado del norte de Alemania. Sus seis integrantes
pretendían encontrar el planeta que, de acuerdo con la ley de Titius-Bode,
debía situarse entre las órbitas de Marte y Júpiter. Para facilitar el trabajo
dividieron el cielo en 24 partes y se dedicaron a observarlas minuciosamente
constituyendo la llamada “policía celeste”.
A esta
historia alude Ben Clark al comienzo de La
policía celeste. En el epílogo nos cuenta que ese planeta perdido, que no
era un planeta sino un asteroide, fue descubierto a comienzos del año siguiente
por Giuseppe Piazzi, un religioso italiano, fundador del observatorio de
Palermo, que le dio el nombre de Ceres Ferdidandea, en honor de la diosa de
Sicilia y del rey de Nápoles.
Las
referencias astronómicas abundan en el libro de Ben Clark. Un poema se titula
“Ocho cometas” y alude a los descubiertos por la astrónoma del siglo XIX
Caroline Herschel; otro, “La Vía Láctea y Andrómeda”. En esperando al Halley en
2061” ,
glosa –y traduce sus versos finales– el poema “Halley’s Comet”, del poeta
norteamericano Stanley Kunitz, que pudo ser testigo –como Rafael Alberti– de
dos de sus apariciones, la de 1910 y la 1986.
El
anecdotario familiar es otro de los integrantes del libro: de la enfermedad del
padre, de su ingreso hospitalario, de su actividad de ceramista se habla en
diversos poemas; también de una curiosa anécdota que tiene por escenario la
isla volcánica de Tristán de Acuña.
Ese poema
–que lleva como título el nombre de la isla en portugués, “Tristán da Cunha”–
ejemplifica bien el atractivo y las limitaciones de este volumen. Las dos
primeras partes del poema –se separan con un triángulo que recuerda la silueta
de la isla– nos cuentan que ha pasado la tarde viendo imágenes suyas en el
ordenador; en la parte final, tras comentarlo con su padre, este le refiere una
anécdota relacionada con la isla: “Nunca he creído en Dios / y una vez recé a
Dios / implorando alcanzar Tristán da Cunha”. El problema es que leemos esa
historia, muy a lo Joseph Conrad, y no nos la creemos: una fragata que apenas
resiste, que ha perdido hasta los botes salvavidas, busca refugio en Tristán da
Cunha, el rincón del planeta más lejano de cualquier otro rincón habitado; no
lo consigue, los marinos piensan que van a morir. Así termina el poema: “Cuando
/ atracamos al fin en Buenos Aires / descubrieron que el casco tenía una gran
grieta. / Recuerdo que hubo chistes / y risas y teníamos entonces / menos de
veinte años. / Pero muchos / buscamos con la luna un puerto tibio / cerca del
puerto frío y sé que todos, / dormidos o despiertos esa noche / susurramos el
nombre del volcán”.
¿Pero cómo
lograron navegar los miles y miles de kilómetros que los separaban de Buenos
Aires con una gran grieta en el casco? ¿Y a qué vienen esas risas? ¿Y a qué
viene esa moraleja final sobre buscar un puerto tibio cerca de un puerto frío y
el susurro del nombre del volcán, incluso por los que dormían? ¿Podía alguien
dormir cuando el barco estaba a punto de naufragar? No soy yo de los que opinan
que el lector de poesía debe aceptar cualquier cosa, que en el poema cabe
cualquier vaguedad y cualquier inanidad.
El problema
de este libro de Ben Clark es que los materiales que utiliza tienen bastante
más interés que el uso que hace de ellos. Tecleamos Tristán da Cunha en el
ordenador y nos encontramos con una historia fascinante, con una isla que
parece sacada de una novela de Julio Verne –de hecho aparece en varias de
ellas: Un capitán de quince años, La
esfinge de los hielos, Los hijos del capitán Grant–; que está a más de dos
mil kilómetros del lugar habitado más cercano, la isla de Santa Elena, donde
desterraron a Napoleón; que es de propiedad comunitaria –ninguna familia puede
cultivar más tierra ni tener más ganado que otra–; que en 1961 tuvo que ser
evacuada completamente y sus 302 habitantes tardaron dos años en volver; que no
hay aeropuerto, que un barco anual les abastece de medicinas, libros, revistas,
correo…
Lo mismo
pasa cuando queremos saber más de la ley de Titius-Bode, enunciada por el
primero, como si de un personaje de Borges se tratara, en dos apócrifos
párrafos intercalados a la traducción de un texto ajeno, Contemplation de la Nature, de Charles Bonnet.
Los poemas
de Ben Clark carecen por lo general de tensión estilística, no aciertan a
trascender la anécdota. Y deben ser leídos como algunos pretenden que debe ser
leída la poesía, dejando aparcado el pensamiento. El poema “Los rotos” homenajea a Anne Sexton y afirma que la única división verdadera es la que separa a los
que se han roto y los que no. ¿Y qué es lo que caracteriza a los rotos? Pues
que son como todo el mundo: piden que se les quiera, que mascullan viendo las
noticias, que hacen el amor con un poco de miedo y también algunas cosas más
raras (no tiran las tazas) o más comprensibles: “querer estar solos después de
que suene un portazo”.
Tres o
cuatro poemas se salvan del libro. “La habitación”, con su invitación al lector
a viajar a la infancia del poeta, puede ser uno de ellos; otro, “La fiesta”, en
su despojada sugerencia; también el que da título al conjunto, “La policía
celeste”, que busca trascender las diversas anécdotas.
Se salvan
del libro, pero no parece que salven el libro, uno de más de esos volúmenes que
se publican solo por ganar alguno de los numerosos e intercambiables premios de
poesía que constituyen mala costumbre del mundo literario español. Lo que salva
el libro son las referencias que nos llevan fuera de él, al fascinante mundo de
la astronomía, a una isla remota que fue base temporal de balleneros y
cazadores de focas y en cuya capital, Edimburgo de los Siete Mares, hay solo un
bar, pero su consumo de whisky es uno de los más elevados del mundo (cincuenta
litros de media por habitante y año).
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
ResponderEliminarVivir como si el otro no existiera
ResponderEliminar(y en realidad dependiendo de él).
Ese es el ideal
de derechas e izquierdas.
Por desgracia, en España
aún hay mayoría de utopistas.
Dos pesos pesados a ambos extremos
deformando la balanza.
Así no hay síntesis
ni diálogo.
Solo es un pulso:
los pobrecitos contra los eternos.
© María Taibo
Se ha colado una errata simpática: es "La esfinge de los hielos", no "de los cielos" (que prometía ser una curiosa esfinge).
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