Diario de un
editor con perro
Julián Rodríguez
Editora Regional de
Extremadura. Mérida, 2021.
En sus últimos años, Julián Rodríguez (1968-2019) era
conocido, sobre todo, por ser un editor excepcional, el creador y el alma de
Periférica, pero había sido. y era, muchas cosas más. La pluralidad de sus
talentos durante un tiempo pareció jugar en contra suya; parecía destinado, por falta de constancia y
exceso de entusiasmo, a un dorado fracaso en todas sus diversas ocupaciones. Fundó
revistas, como La Ronda de Noche, galerías de arte o incluso un
restaurante (de hermoso nombre: Bocángel); diseñó libros y colecciones,
especialmente para la Editora Regional de Extremadura. La de escritor, comenzada
tardíamente, parecía una actividad más. Comenzó con una insólita novela
juvenil, Tiempo de invierno, a la que siguió un libro de poemas, Nevada;
luego se decantaría por la novela y, sobre todo, la reflexión
autobiográfica. Desde el principio, quiso ir más allá de lo consabido, huir de
las florituras retóricas. Lo suyo era el minimalismo conceptual. En la última
década, absorbido por la labor editorial, parecía haber dejado la escritura,
como parecía haber dejado –sin dejarlas--
tantas otras actividades.
No era así,
solo había dejado de publicar libros propios, dedicado a los ajenos. Pero
seguía escribiendo y una parte de esos escritos suyos los daba a conocer en una
denostada red social, Facebook, donde caben todas las simplezas y todas las
maravillas. A Borges le habría entusiasmado –nada se parece más al asombroso
Aleph, que en un un punto contiene el universo, que Internet-- y quizá también
a Juan Ramón Jiménez, que en ella habría podido publicar una página perfecta
cada día, como era su sueño.
Los autores
no escriben libros, sino la materia prima de los libros. Los libros, aunque un
solo nombre figure en la portada, son siempre obra colectiva. En este Diario
de un editor con perro el otro autor, el editor, es Martin López-Vega. A él
se debe una decisión fundamental: publicar solo, de las muchas anotaciones
publicadas o inéditas de Julián Rodríguez, aquellas que tienen que ver con sus
estancias de fin de semana en una apartada casa rural. Entremezcladas con las
anotaciones de otros días perderían intensidad. El subtítulo, La casa de las
montañas (2018-2019), quizá debería ser el título, y al revés, el título ir
de subtítulo, porque este libro es solo la primera entrega de un diario de
escritor que puede convertirse en la obra más perdurable de Julián Rodríguez,
la que mejor refleja, sin mutilar ninguno de sus aspectos, su poliédrica,
inagotable, inabarcable personalidad.
Martín
López-Vega, que sabe que hay profesiones que aspiran a la invisibilidad, como
la de editor o corrector, ha tenido el acierto de dejar las imprescindibles
aclaraciones para una escueta nota final. En ella, copia la respuesta del autor
a un comentario (la publicación en Facebook permite interactuar de manera
inmediata con los lectores), en el que explica el lugar y el tiempo de la
escritura: “Esta casa, este jardín y esas nieves, están en uno de los lados
segovianos (alto y pobre) de la Sierra de Guadarrama, a solo una hora y media
en coche desde Madrid por la carretera de Burgos, pero en realidad ya en otro
mundo. De viernes (a las doce de la mañana) a lunes (a las nueve de la mañana)
ahí se refugia uno”.
El perro
del editor, Zama, una perra, es el otro protagonista de estas páginas, que nos
hablan de duros inviernos y tardías primaveras, de largos paseos, de música y
libros, también de cocina (incluso incluye alguna receta), siempre con la
sabiduría de quien sabe atenerse a lo esencial. Las notas costumbristas
alternan con pinceladas impresionistas sobre el sucederse de las estaciones.
A veces se
alude a las ilustraciones que acompañaban a estas notas en su primera
publicación, por lo general fotografías hechas por el propio Julián Rodríguez, y
quizá en ese caso deberían haber sido reproducidas, como ocurre con los libros
de W. G. Sebald y con tantos otros
posteriores (recordemos Negra espalda del tiempo, de Javier Marías), sin
que por eso se convirtiera el volumen en un libro ilustrado. Y algún poema
aludido –y reproducido en Facebook-- tal vez debería haber sido reproducido,
como se hace con otros, aunque fuera en nota. Un ejemplo: “Llego a casa y busco
ese poema de Edna St. Vincent Millay que tanto me gusta. No es difícil saber
qué había detrás de tales versos”. El lector se queda sin saber qué versos eran
esos. No desmerecen estas minucias el valor de esta edición, ni por supuesto de
unas páginas escritas con ejemplar llaneza, sin levantar la voz, con la
precisión en los detalles de quien sabe siempre de qué habla.
No se
refiere el escueto editor (Julián Rodríguez no habría querido otra cosa), a un
hecho que dota de dramatismo a estas notas, Se fecha la última el jueves 27 de
junio de 2019. “¿Huyendo del calor? ¿Qué haces hoy jueves por aquí?”, le
pregunta el frutero del mercadillo en el que compra provisiones antes de llegar
a casa. Ese fin de semana había adelantado un día el viaje, no sabía por qué.
Lo último que escribió, lo último que subió a la red social fue una anotación
aparentemente trivial, cotidiana, como tantas: “El termómetro del jardín
marcaba veintisiete grados al llegar; el de la cocina, veintidós. Zama corrió
hacia el cobertizo primero, luego volvió a la calleja (el portón del jardín
estaba abierto) e hizo su ronda. Revisé el nivel del agua en el pozo, puse
Radio Clásica, calenté el pisto que sobró el otro día en Madrid”.
Julián Rodríguez fue encontrado muerto
a la mañana siguiente. ¿Intuía esa cita, esa visita a la vez inesperada y
esperada? ¿Temía que no le encontrara allí, en su querida casa de las montañas,
en su refugio contra las inclemencias del tiempo, si hubiera vuelto a ella el viernes a la hora
de costumbre?
Una reseña estupenda.
ResponderEliminarUn abrazo, y feliz Navidad