Hoy las barricadas
Crónicas de la
revolución española, 1933-1937
Anita Brenner
Traducción,
introducción y edición crítica de Eduardo San José
Poco dirá al lector español el nombre de Anita Brenner. Hija
de inmigrantes judíos letones, nació en México, y siempre se consideró
mexicana, aunque la mayor parte de su vida transcurrió en Estados Unidos y toda
su obra de antropóloga, periodista y activista cultural la escribió en inglés.
En 1933,
cuando aún no había cumplido treinta años, vino a España y trató de explicar a
los lectores de The New York Times o The Nación, publicaciones de
las que era corresponsal, lo que suponía la República española en aquel tiempo
de crisis de las democracias y de ascenso de Hitler al poder. Volvería luego,
ya comenzada la guerra civil, y siguió publicando crónicas hasta 1937, cuando la
rebelión y el aplastamiento del POUM,
pero parece que la mayor parte de ellas no eran fruto de la observación
directa, sino de los informes que le enviaban sus amigos españoles, ligados a
la izquierda anticomunista.
Anita
Brenner (se llamaba Hana, pero siempre firmó con el diminutivo familiar) pensó
preparar un libro con sus artículos y escribir una novela sobre su experiencia
española. No hizo ni una cosa ni otra, pero lo primero —con las crónicas publicadas e inéditas, que ella conservó
cuidadosamente en su archivo— lo hace ahora, con minuciosidad ejemplar, Eduardo
San José, que da en esta recopilación una buena muestra de lo que puede y debe
ser el trabajo universitario. Un apéndice, “Personas del drama”, nos ofrece las
biografías sintéticas de los personajes mencionados por Brenner, todos ellos
relevantes en su momento, pero la mayoría hoy olvidados.
Hoy las barricadas —el título
procede de la autora, pero quizá no resulta del todo afortunado— nos ilustra
sobre lo que “permanece y dura” del periodismo y lo que en él resulta
perecedero. Anita Brenner no quiere ser una cronista al uso. En el espléndido
prólogo autobiográfico que pensaba poner a sus escritos españoles, y que aquí
se reproduce, se presenta como “miembro de la llamada Generación Perdida” que
se ahoga “sentada en el fondo de un pozo en Nueva York”. Habla luego en plural:
“Nosotros no somos la gente que perdió sus propiedades en 1929. Somos los que
se criaron planeando cómodas vidas de éxito, sin tener idea de que los
cimientos económicos de esas existencias había colapsado bajo nuestros pies”. Y
continúa: “Equipados con el bagaje de los libros, tenemos que encontrar ahora
la forma de vivir en el mundo de los hechos”.
Las crónicas de Anita Brenner sobre
la revolución española, sobre la frustrada (en su opinión, casi desde el
principio) República, no quieren ser simples reportajes, sino reflexiones
ensayísticas sobre la estructura económica de España y su peculiar historia,
pero hoy lo que salva al libro es lo que tiene precisamente de crónica de unos
años que el paso del tiempo y la confrontación ideológica irían emborronando.
No podemos tomar demasiado en serio afirmaciones
como que “Isabel II fue una reina alegre y escandalosamente democrática, pero
reinó en medio de dificultades. Su revolución desde arriba zigzagueó entre
revueltas desde abajo, estallidos carlistas y golpes de Estado en el seno de
las rivalidades entre liberales”. Su reinado no terminó “en el levantamiento
republicano de 1868”, porque la Gloriosa no fue un movimiento republicano.
Más interesante que las divagaciones
de la autora sobre la historia de España son sus referencias a Unamuno, a quien
presenta siempre como un heraldo del fascismo. Tras hablarnos de las simpatías
de Unamuno por Gil Robles, afirma que le aseguró que “el fascismo es la única
solución”. En otro capítulo escribe: “Unamuno truena: ¡El fascismo es la única
respuesta!”. Y más adelante llegará a poner en su boca que “el fascismo es su
única esperanza”. El lector echa de menos esa entrevista con Unamuno, que no
sabemos si se publicó, aunque Eduardo San José menciona en el prólogo una
semblanza inédita del rector salmantino, “Spain’s Honest Man”, sin explicarnos
por qué no la incluye en el volumen.
Otro de los protagonistas de estas
crónica es Gil Robles: “Era el presidente de la organización juvenil jesuita
los Hijos de San Luis. Es un hombre rollizo, cetrino y sonriente, con ojos de
botón, nariz corta, labios carnosos y un hoyuelo en la mejilla. Asistió al
congreso nazi de Núremberg y regresó con muchas ideas, pero cuando ensaya el
saludo fascista se convierte en un gesto de invocación sacerdotal. Los obreros
le llaman el Sacristán”. Anita Brenner reproduce más de una vez una frase que
le oyó decir a Gil Robles: “A Hitler le llevó catorce años alcanzar el poder;
nosotros estaremos en él en la mitad de tiempo”.
Las mejores crónicas, o las que hoy
nos interesan más, son las que nos hablan de hechos concretos, como la
situación de los judíos: “Las calles de Barcelona están llenas de judíos que
temen decir que son judíos. Los españoles sonríen. Tres de ellos se burlan en
la mesa de un café de un muchacho sefardí que intenta venderles una corbata de
poco valor. Los hombros caídos, el sombrero hasta las orejas, los rasgos
inequívocos. Insiste en que es griego. ‘Bien, pero —dicen los españoles— cómo es que hablas español entonces’. El
muchacho responde que muchos griegos lo hablan. ‘Sí, los griegos judíos’, dicen
los españoles. El joven confiesa que en Grecia vivió en un barrio judío y que
aprendió español de ellos. No hay forma de engañarlo, persuadirlo o forzarlo a
decir que es judío”. Esta anécdota refleja mejor el antisemitismo presente en
España que todas las reflexiones en loor de los sefardíes.
De los más interesantes del volumen,
resulta el capítulo en que nos habla de cómo ha cambiado la situación de la
mujer en los dos años de República con motivo de la primera vez en que puede
votar. Y espléndida la crónica titulada “Cuestión de honor”, donde se nos
cuenta la sesión de las Cortes celebrada el 20 de diciembre de 1933 y en la que
se debate la cuestión de confianza al gobierno de Lerroux. Es un ejemplo del
mejor periodismo, del que nos permite recuperar un momento de la historia con
las menores interferencias ideológicas posibles.
Abundan esas interferencias en los
últimos capítulos, en los que Anita Brenner, cercana a los postulados
anarquistas y trotskistas, se convierte en portavoz de la propaganda
anticomunista. En muchas de esas críticas tiene razón, por supuesto, pero
estaba equivocada al creer que la revolución española se convirtió, durante la
guerra civil, en contrarrevolución al defender el gobierno de Negrín eslóganes
como “Venced a Franco; la revolución, después”. No sabemos si después habría
sido posible; lo que sí sabemos —Anita Brenner parece que no— es que no era posible antes. Un
capítulo final, ya de 1941, hasta ahora inédito, crítica la actuación de las
organizaciones del exilio lideradas por Negrín y Prieto, pero lo hace con un
tono directamente panfletario.
Un libro insólito
y apasionante que ayuda a completar el mosaico —que nunca se completará del todo— de lo que fue la guerra
y la revolución en España.
He leído que Unamuno le escribió una carta, expresándole su admiración.Que Unamuno simpatizara con el fascismo, por otra parte, me resulta raro.
ResponderEliminarUnamuno no era fascista. Es cierto que su pensamiento irracionalista influyó en los fascistas más cultos. Para don Miguel, el hombre es una pasión existencial que debe enfrentarse a la muerte como un torero con el toro: alguna vez te cogerá, pero que te quiten lo bailado. Le gustaba hacer de sus dudas personales un espectáculo público, lo que le acerca al romanticismo. De joven, Unamuno fue socialista. De los de verdad, lector en serio de Marx. Publicó artículos en la prensa socialista alemana. Después, giró hacia un liberalismo muy personal, agnóstico y luterano. Consideraba que la libertad de pensamiento venía de la interpretación protestante de la Biblia: libre examen. La derecha siempre lo consideró un hereje. Unamuno era poco amigo del rey, se exilió con Primo de Rivera y fue diputado republicano. También era un hombre contradictorio. En 1935 asistió por curiosidad a un mitin de José Antonio en Salamanca. Dejando claro que él era un viejo liberal. A Mussolini lo detestaba: un asesino. De Hitler: un deficiente mental y espiritual. Al final de su vida, consideraba a los falangistas unos “dementes.” Unamuno era radicalmente libre y no podía ser fascista de ninguna manera. Otra cosa es que los fascistas lo quisieran convertir en uno de los suyos después de muerto.
ResponderEliminarEn paridad, tampoco Gil Robles era un fascista. Era un católico social de derechas y autoritario. No le gustaba el fascismo por su paganismo y estatismo. Su modelo en los años 30 era un régimen corporativo y confesional. Después de 1945, se convirtió en un democristiano. De Gil Robles decía Unamuno que parecía un campesino sordo.
Un cordial saludo.
Pues por eso lo he dicho. Gracias. Igualmente.
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