Roberto Alifano
El humor de Borges
Renacimiento.
Sevilla, 2016.
La prensa del corazón, los programas televisivos de
cotilleos, tienen ilustres antecedentes. En 1856, Léon Gozlan, un escritor
francés hoy olvidado, publicó Balzac en
pantoufles, una biografía anecdótica –había sido su secretario– del
novelista francés que ya se había convertido en un personaje mítico. El género
creó escuela y pronto amigos desleales, examantes, mayordomos indiscretos, se
dedicaron a airear las intimidades de figuras ilustres, curiosidades
biográficas que a veces acabaron interesando más que sus obras. De ahí quizá
surgió la frase de que no hay gran hombre para su ayuda de cámara.
Jorge Luis
Borges, quien en los últimos años aunó al aprecio crítico una fama que lo
acercaba a las figuras del deporte o del espectáculo, ha sido objeto de
infinidad de libros más centrados en su vida y en sus opiniones que en su obra
literaria. Aunque no todos tuvieran la intención de dejarlo en mal lugar, como
el de Estela Canto, incluso los escritos desde la amistad y la admiración –es
el caso del diario de cenas con Bioy Casares– nos dejan un cierto mal sabor de
boca.
Los ensayos
deslumbrantes, los relatos de prodigiosa sutileza, los poemas que nos sabíamos
de memoria habían sido escritos por un hombre al que le gustaban los maliciosos
chismes sobre sus colegas, que no disimulaba su homofobia (Freud tendría mucho
que decir al respecto) ni su desprecio hacia los negros o la democracia.
Roberto
Alifano, colaborador de Borges durante la última década de su vida, escribe
desde la admiración y el respeto, pero el resultado no resulta a menudo menos
demoledor que si estas anécdotas hubieran sido recogidas por el peor enemigo
del maestro. Y sin embargo los admiradores de Borges, los que consideramos que
no hay página suya que no encierre una felicidad, no podemos dejar de leer El humor de Borges, por mucho que a veces nos irrite. Seguro que esta paradoja tiene
una explicación, aunque yo no acierte a encontrarla.
No ayuda el
libro a la correcta lectura del volumen. Cierto que a menudo aparece un Borges
humorista, pero también comentarios presuntamente graciosos que hace tiempo que
han dejado de serlo, o que solo lo fueron en su contexto (la comicidad, que no
coincide exactamente con el humor, es el género que más envejece). A fin de
cuentas, las ocurrencias más divertidas no son de Borges, sino de un Oscar Wide
quizá apócrifo: “Lo único malo del matrimonio son los cuarenta o cincuenta años
que siguen a la luna de miel”. Habría defraudado menos al lector un título como
Borges a diario o La cotidianidad de Borges.
Varias
anécdotas nos demuestran la popularidad del escritor entre quienes ni le
habrían leído ni le leerían nunca. Bien sabido es que el peronismo, que llevó a
la cárcel a su madre y a su hermana y que a él lo relegó de bibliotecario a
inspector de aves de corral, era una de sus bestias negras; jamás desaprovechó
ocasión para denigrarlo. En vísperas de las elecciones de 1983, caminaba del
brazo de Alifano cuando se encontraron con una manifestación peronista. Algunos
le señalaron murmurando su nombre. Aterrado, pidió que le sacaran de allí. Pero
de pronto toda la multitud cambió el lema que coreaba por este otro: “Borges y
Perón, un solo corazón”. Otra vez, unos hinchas de fútbol que regresaban de un
partido le reconocieron y le gritaron: “¡Borges, sos más grande que Maradona!”
Las filias
y las fobias de Borges, bien conocidas la mayoría de ellas, se reiteran en
estas páginas, a menudo con matices inéditos. Queda claro el motivo personal de
algunos de sus desdenes literarios. A Lorca lo había conocido durante su visita
triunfal a Buenos Aires. Al oscuro escritor que era entonces Borges (solo un
año más joven) no le cayó bien y por eso más adelante tratara de descalificarle
llamándole “andaluz profesional”. Hablaron solo una vez y Borges tuvo la
impresión de que le estaba tomando el pelo: “Me dijo que toda su preocupación,
más que en la poesía, más que en el teatro, estaba puesta en ese momento en el
personaje que él consideraba más importante de este siglo”. A la pregunta de un
intrigado Borges sobre quién era ese personaje, respondió: “Un personaje en el
que se puede leer toda la tragedia de Estados Unidos. A ver arriesgue un
nombre…” Y Borges, el tímido Borges, se atrevió a balbucear: “No sé, Melville,
Whitman, Mark Twain, Poe…”. La respuesta de Lorca, que terminó con una
carcajada general, no le hizo ninguna gracia: “No, no. Mucho más importante que
esos: Mickey Mause”. No parece que ese sea precisamente el comportamiento de un
“andaluz profesional”. Otro motivo había para el desdén: “Era un amanerado
insoportable”.
Afortunadamente,
las banales opiniones y los prejuicios de Borges rara vez pasaron a su obra
literaria. Le sirvieron solo para construir el ocurrente y paradójico personaje
de tanto éxito periodístico. Y que nos sigue divirtiendo e irritando en estas
páginas, no siempre memorables y redactadas un tanto a la diabla, de Roberto
Alifano.
No sé de dónde sale la frase de que "no hay grandes hombres para su ayuda de cámara", que he visto atribuida repetidamente, pero ignoro con qué fiabilidad, al marqués de Sade. En todo caso, la frase ya era conocida en vida de Goethe, quien la comentó así: "Se dice que no hay hombre grande para su ayuda de cámara. Eso es porque el gran hombre sólo puede ser reconocido por otro gran hombre, y el ayuda de cámara seguramente sólo sabrá estimar a sus iguales". Teniendo en cuenta que Goethe murió en 1832, la frase no puede haber surgido a partir del libro del que aquí se habla, publicado en 1856. (Y Mickey no es "Mause", sino Mouse).
ResponderEliminar