Señales de humo
Rafael Reig
Tusquets. Barcelona,
2016.
¿Qué tienen en común Petrarca y la OTAN, Berceo y las películas de Hollywood, el amor cortés y la
explotación capitalista? No sabemos si la respuesta que se nos da a esos
interrogantes en Señales de humo
debemos atribuírsela a su autor, Rafael Reig, o solo al protagonista de su
novela, un catedrático de literatura ingresado en un sanatorio mental.
Señales de humo es y no es una novela.
Cierto que, dentro de los géneros literarios, sus fronteras resultan
especialmente difusas. “La novela es un saco donde cabe todo”, se ha dicho. Y
lo que Rafael Reig ha metido en ese saco lo indica en el subtítulo: “Manual de
literatura para caníbales”. Buena parte de las páginas de Señales de humo pueden considerarse como el primer tomo, que abarca desde la aparición de las jarchas hasta la muerte de Carlos II, de un manual de literatura
alternativo.
El elemento
propiamente novelesco está formado por los delirios de un profesor de literatura
que, desde que intentó suicidarse por primera vez a los dieciocho años, viaja
en el tiempo y se reencarna en un contemporáneo de los juglares o de Cervantes.
La mezcla
resulta legítima; el resultado, sin embargo, chirría un tanto. El narrador-personaje
comienza remedando el lenguaje de la época al contarnos su primer traslado en
el tiempo,: “En el nombre de la santa Trenidat, Padre, Fijo, e Spíritu Santo,
tres personas e un solo Dios verdadero, sin la cual cosa nin puede ser bien
fecha, ni bien dicha, començada, mediada ni finida; eso iba diciendo en mi
interior, y supe de inmediato que estaba en el año 1453, en el reinado del muy
prepotente don Juan el segundo, y era el 28 de mayo”.
Pero este
personaje que se habla a sí mismo en un lenguaje más o menos del siglo XV,
cuando se dirige al compañero con el que labra la tierra lo hace como un mal
estudiante que recita una lección: “¿Sabes que mañana se acaba la Edad Media?
Mañana martes terminará todo. Después de muerto, el emperador Constantino Paleólogo
será decapitado y los turcos se quedarán su cabeza embalsamada: nosotros solo
podremos enterrar un cuerpo sin rostro, ni siquiera habrá una frente sobre la
que hacer la señal de la Cruz. La imprenta de tipos móviles ya está funcionando
en Mainz. Cristóbal Colón descubrirá unas Yndias equivocadas. Luego vendrá el
Renacimiento, Marcos, y un día, gracias a la guillotina, todos seremos iguales
e con los mismos derechos”.
¿Humorística
mezcla de registros? Esa es sin duda la intención del autor, pero no parece
funcionar demasiado bien. Durante muchas páginas se olvida de su personaje y adopta
el tono didáctico y moralizante de quien no comulga con los tópicos heredados y
ha leído la Historia social de la
literatura española de Blanco Aguinaga, Iris M. Zavala y Rodríguez
Puértolas. Un ejemplo: “La invención de esa interioridad libre y privada fue de
gran importancia para el desarrollo del capitalismo, que no utiliza esclavos
por fuerza (como lo era Antón Sánchez), sino que necesita sujetos libres para
que puedan obligarse por su propia voluntad, mediante un contrato”.
¿Resulta
verosímil que un profesor de literatura, internado en un psiquiátrico y que
está convencido de que ha viajado varias veces en el tiempo escriba de esa
manera? Tan escasamente verosímil como que indique a pie de página la
procedencia de cada cita y que, al final de su explicación del Lazarillo figure la siguiente nota:
“Esta lectura del Lazarillo arranca
de las clases de don Francisco Rico, que supo ver (y contarnos) la novela como
la explicación del ‘caso’ en el eje de la diacronía y otras muchas cosas que
nadie debería dejar de leer, tanto en el clásico La novela picaresca y el punto de vista, como en sus Problemas del Lararillo”.
Quien nos
habla en bastantes páginas de este libro –tan torpemente resuelto en la
cuestión esencial del punto de vista– no es el personaje, sino directamente el
autor. Él es quien nos ofrece un análisis textual (con diagrama de flechas y
todo) de un poema de Catulo (en la página 188) y quien encuentra en Petrarca,
aunque resulte así tan disparatado como su personaje, el antecedente de los
intelectuales que apoyan el ingreso en la OTAN
o lo que decida “el poder”: “El perfil para la nueva oferta de empleo lo diseñó
Francesco Petrarca, que creó también un cuerpo organizado de intelectuales a
los que llamó ‘humanistas’. Lo que hizo fue transformar a la antigua clerecía
en los nuevos y traicioneros clercs,
los antepasados de quienes hoy firman insufribles artículos de opinión (en
apoyo de la OTAN o de la ley Antiterrorista,
si se les requiere a ello), reciben premios Cervantes y forman parte de las
academias”.
La
interpretación marxista de la literatura alcanza en Rafael Reig, que fue
profesor de Literatura en una universidad norteamericana, una extrema
tosquedad. La verdadera literatura, la que representa al pueblo, es la de los
juglares; a partir de Berceo se convierte en lenguaje del poder. Tras Berceo,
es Garcilaso su bestia negra, el mayor propagador de la peste bubónica del
petrarquismo en nuestra literatura.
Entretenido
a ratos (pero no en las páginas novelescas que nos cuentan las andanzas del
viajero en el tiempo tras la gitana Martina), brillante en pasajes como los
dedicados a Villon o Lope de Vega, discutible casi siempre cuando el autor se
pone serio, Señales de humo podría
utilizarse en los escuelas de escritura creativa –Rafael Reig es profesor en
una de las más famosas, Hotel Kafka– para ejemplificar cómo no se escribe una
novela. Y menos, por supuesto, un manual de literatura, a menos que se quiera hacer
la competencia a La literatura explicada
a los asnos, de José Ángel Mañas.
En días como hoy nuestro común amor apasionado hacia Zapatero Sánchez se hace más grande y auténtico.
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